XXI

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Las dos mujeres se apresuraron a subir una vez más los fatídicos escalones para unirse a la gente que se estaba amontonando alrededor del autómata o, mejor dicho, lo que quedaba de él. Al igual que la primera vez, Lavinia no fue capaz de tolerar el espectáculo; todavía podía reconocerse una mano, un ojo... Camila, por su parte, observaba en silencio mientras se movía en un intento por evitar que el contingente, cada vez más grande, la alejara del centro.

La escena, de cualquier modo, era igual a la del día anterior: la disposición de los restos seguía un patrón bastante similar al que ya se había visto. La muchacha no creía que pudiera sacar nada nuevo de allí, como tampoco de la inspección de los alrededores, ya que, como le confirmó un breve paseo posterior, todo se encontraba perfecto y limpio.

Estaban considerando irse de allí de una vez, cuando una voz familiar, de nuevo las hizo prestar atención a su alrededor.

Lavinia se estaba hartando.

La ingeniera Peretz había salido a las corridas del edificio de Androides y Robots S. A. y, empujando a todo el mundo, llegó hasta los despojos de su ANDI y se detuvo en seco:

—¡Pero la puta madre!

Por el tono, nadie podía discernir si estaba triste, enojada, o fastidiada. «No me sorprendería que fueran las tres cosas a la vez», diría, más tarde, Lavinia a su nieta. «Esta gente tiene el cerebro más quemado que yo cuando nació tu mamá».

La mujer se arrodilló, rozó con la mano algunos trozos del androide con pena, hartazgo o ambas; luego se levantó y, señalando los restos a algunos de sus colegas, se levantó para emprender el regreso hacia el rascacielos.

Camila solo necesitó una mirada de su abuela para actuar. En pocas zancadas alcanzó a la ingeniera con la intención de hablar con ella, pero lo único que consiguió fue un gesto de «yo las llamo» antes de que desapareciera entre el gentío del hall, escoltada por dos hombres que la joven supuso que serían guardias de seguridad o algo por el estilo, a juzgar por el porte dominante y el tamaño desproporcionado en comparación con el resto de los mortales.

La muchacha volvió sobre sus pasos a donde la esperaba Lavinia, en uno de los inmaculados bancos laterales.

—Dijo que se va a comunicar con nosotras —explicó tras sentarse junto a ella.

Permanecieron un rato en silencio, fija la vista en el vacío, hasta que un movimiento percibido por el rabillo del ojo hizo que Camila se volteara a mirar: el lacayo de Acosta-Smith se dirigía hacia ellas.

—Espero que no nos haya visto todavía —susurró Lavinia—. Vamos.

Se escurrieron por entre los falsos árboles que había detrás, atravesaron el cantero y salieron por el otro lado.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó la muchacha cuando cruzaron la calle.

—Podríamos ir a la Oficina de Asuntos Cibernéticos. Para variar un poco, aunque sea.

La oficina en cuestión se encontraba al fondo del último pasillo del subsuelo de un viejo edificio del Bajo, que alguna vez habría pertenecido a alguna institución porteña desaparecida durante la Debacle. Nada que ver con los rascacielos de las corporaciones y las construcciones recicladas del Gobierno Central y el Congreso de la Ciudad Estado de Buenos Aires, blanqueadas hasta la náusea, llenas de luces, vallas y robopatovas —como se les decía vulgarmente— en todas las entradas.

Lavinia y su nieta deambularon por la penumbra de los corredores, guiadas solo por los carteles con flechas que aparecían de vez en cuando en las paredes. Salvo por esto último, todo se parecía muchísimo a lo que había debajo de las impecables oficinas de Androides y Robots S. A. Lavinia agradecía que fuera mucho más seco, además, ya que sus rodillas apenas se estaban recuperando del paseíto del día anterior.

Después de haber dado vueltas como media hora, por fin encontraron, al fondo, una puerta entreabierta que se veía más limpia que los alrededores. Las dos mujeres se apresuraron hacia ella y golpearon, inseguras.

—Adelante —dijo una voz femenina.

La ciudad de la furiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora