XIX

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Antes de separarse, convinieron en que el siguiente paso debía ser entrevistar, por lo menos, a un par de los empleados de la lista que les había ANDI 2.0 Beta, etcétera.

—Y también tenemos que hablar con la gente de la Oficina de Asuntos Cibernéticos —agregó Lavinia—. Si Acosta – Smith tiene razón y se trata de alguna clase de sabotaje antiandroide, podrían darnos alguna información útil.

—Okey —respondió Camila.

Estaba a punto de cruzar la calle, cuando recordó algo y le silbó a su abuela:

—Abu —dijo cuando esta lo miró—, ¿le vas a decir al Abu sobre lo de los —dudó un instante antes de continuar—... globulitos?

Lavinia se detuvo.

—Ni loca —se apresuró a decir con el ceño fruncido—, que haga su laburo. Ya es suficiente con el muerto este que me encajó.

—Pero la recompensa es buena.

—Sí, eso sí. A veces pienso que demasiado buena para ser verdad, pero no sé.

—Andá a descansar, abu. Mañana hablamos.

—Dale.

Se despertó de un sobresalto a las seis de la mañana. Otra vez se había quedado dormida en la butaca de oficina, junto a la ventana, con un vaso de plástico en la mano. Sobre el escritorio, el tetrabrik de vino barato a medio vaciar. Muchos años antes se habría sentido patética por amanecer de esa manera, pero hacía tiempo que había aprendido a ser más amable consigo misma, al menos en ese aspecto.

La alarma que había oído en su sueño seguía sonando; le llevó varios segundos darse cuenta de que ya no se encontraba en la espeluznante morgue de Androides y Robots S. A., y que ella no estaba conectada a la cabeza del autómata que había encontrado destruido en la explanada del edificio el día anterior. De hecho, el ruido era lo que la desorientaba. ¿De dónde venía? Era insoportable. Lavinia se levantó y, solo entonces, comprendió que no se trataba de una alarma, sino del timbre del teléfono de línea que se encontraba junto a la puerta de la cocina, lugar en el que ya estaba cuando ella se instaló en aquel diminuto estudio, y que no sonaba desde tiempos inmemoriales.

La curiosidad pudo más que su recelo habitual; le causaba gracia la idea de que todavía quedara, en el mundo, por lo menos, una persona tan loca como ella, como para conservar uno de esos. Se apuró a levantar el tubo y se lo puso junto a la oreja:

—¿Hola?

La interferencia la ensordeció, a pesar de lo cual, se lograba distinguir una voz que intentaba hacerse escuchar. Parecía que hablaba por una radio más que por un teléfono.

—Det... ve... era... etz.

—¿Eh?

—¡Detect...! Ingen... Peretz...

—¿Ingeniera?

—¡Sí! ¡...hoy! ¡Búsquem... en...!

—Hoy... día. En...

La comunicación se cortó de la misma abrupta manera como había comenzado. Lavinia miró el tubo y volvió a ponérsela en la oreja dos o tres veces hasta que se resignó. Con paso cansado entró a la ínfima cocina y se preparó una taza de café o, mejor dicho, de sucedáneo de café en polvo. Pensó que habría sido una buena idea acompañarla con un huevo revuelto con pan; en seguida se lamentó de no haber comprado sucedáneo de huevo en polvo, ni de tener ni una rodaja de pseudopan, como ella lo llamaba, decente. Así que no le quedó más remedio que beberse la taza de «café» negro, sin azúcar, apenas cortado con ese sustituto de crema en polvo dietético que Camila le había insistido que probara.

Después de tragar el último sorbo con la mirada perdida en el vacío, decidió que era hora de ponerse en movimiento. Le dejó un mensaje a su nieta para que se encontrara con ella en el mismo lugar de siempre, junto al primer molinete de la estación del tren, y salió a la calle tras tomar el sobretodo. Por el camino, le compró un par de churros a su churrero de cabecera.

Pronto llegaron al edificio de Androides y Robots S. A. Mimetizarse con la gente que subía y bajaba las escaleras, o que se sentaba en los bancos junto a los falsos arbustos para fumar, no fue un problema. Después de intercambiar unas palabras con el churrero, Lavinia se dio cuenta de que, si no deseaba que nadie notara su presencia allí, debía vestirse de blanco o, por lo menos, gris claro. Volvió al departamento corriendo las dos cuadras que la separaban, le envió otro mensaje a Camila y se cambió la ropa.

Hacía años que no se ponía nada blanco; por su profesión, que era lo que determinaba su status, no se le permitía; de cualquier modo, a ella no le gustaba: le quedaba horrible y sentía que llamaba mucho la atención. No solo por el color, sino porque, tanto el pantalón como la camisa habían pasado de moda hacía más de una década.

Para no desentonar con la gente que viajaba en el tren como ella, todos los días, se puso el viejo sobretodo, aunque eso implicara morirse de calor. Ya lo escondería en el bolso cuando estuviera por llegar al Barrio Norte.

Ahí, entonces, al pie de la escalinata, nadie reparó en ellas, a pesar de que eran las únicas que miraban a todos lados como si estuvieran perdidas. Nadie, salvo ANDI con huellas evidentes de haber recibido un golpe en plena frente, a pesar del flequillo mal cortado, que pasó por al lado de aquellas murmurando «Detective» a modo de saludo mientras dejaba caer una cosita negra a los pies de la aludida, para seguir su camino como si nada.


La ciudad de la furiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora