XVIII

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Llegaron a la salida. Afuera, el neón había reemplazado la mortecina luz del sol; el flujo de gente en el edificio no había sufrido la más mínima alteración, sino que seguía igual de intenso que a la mañana. Lavinia se preguntó si las oficinas cerrarían en algún momento. Por lo que había observado, sospechaba que no.

ANDI se detuvo a un costado de una de las puertas. Extendió la mano para estrechar la de las muejeres: Camila le devolvió el saludo con una sonrisa de compromiso, mientras que la detective pasó de largo, nerviosa ante la perspectiva de tener que tocar al androide.

Una vez que estuvieron afuera, las recibió el aire cálido y húmedo de la tarde noche porteña. Bajaron la escalinata abanicándose con la mano o secándose el sudor con un pañuelo de papel; ninguna de las dos se dio vuelta para mirar hacia atrás. Algo les decía que se había retirado apenas ellas pusieron un pie en el exterior.

—¿Llegaste a verle la cara de satisfacción? —preguntó Lavinia—. Con solo escucharle hablar se notaba que tenía ganas de echarnos hace rato.

—Es un androide, abuela. Tiene siempre la misma cara y habla siempre con el mismo tono.

—¿A vos te parece?

Llegaron a la vereda y se mezclaron con la marea de gente que volvía a sus casas después del trabajo. Se sentían más relajadas y contenidas en esta multitud con la que se mimetizaban gracias a la ropa de colores pardos y oscuros, y las expresiones de cansancio. Lavinia no veía la hora de llegar a su casa para relajarse delante del ventilador con un vaso de vino barato con hielo —hacía veinticinco años que no probaba un Malbec como la gente, y todavía lo extrañaba—. Su mente, sin embargo, no parecía darse por enterada del estado general del cuerpo; llena de información, seguía dándole vueltas a todo lo visto y oído en el día y generando ideas a medida que hacía asociaciones aleatorias.

«Necesito sentarme», pensó. Hablar con alguien siempre le ayudaba a aclararse. Ya tendría tiempo de analizar en casa lo que resultara de la investigación del día.

Tocó el brazo de Camila con el codo.

—Vení, vamos a tomar algo —dijo.

—Son las ocho de la noche... —comenzó a protestar la muchacha, alarmada.

—Un café —interrumpió ella.

—Hay como treinta grados, abuela.

—Y también hay aire acondicionado en todos lados. Lo único que falta es que encierren esta ciudad de mierda en un domo gigante y le pongan un montón de splits. ¿Existen los splits todavía?

Camila se la quedó mirando hasta que terminó de despotricar.

—¿Qué? —dijo la detective; ante el silencio, puso los ojos en blanco y agregó—: Bueno, está bien, vamos a la heladería.

—¡Yey!

La heladería estaba llena, a pesar de lo cual consiguieron un lugar bastante decente para sentarse, del lado de la vidriera, donde tenían una vista completa del exterior: la avenida llena de vehículos de todas las décadas, tamaños y colores, cuyas luces se reflejaban, borrosas, en la humedad del asfalto; los edificios, algunos de los cuales Lavinia recordaba de su adolescencia, todos cubiertos de carteles de neón de todos los colores y pantallas con publicidades que se sucedían hasta el hartazgo; la gente, cuyos rostros macilentos cambiaban de color según la luz del letrero bajo la cual pasaban... A pesar de su odio por esto en que se había convertido su ciudad, Lavinia admitía, si bien solo a sí misma, que, de algún modo, seguía siendo bella, lo cual no quitaba que deseara irse de allí con tanta intensidad que estaba segura de que, si lo lograba, no desearía más nada por el resto de su vida.

Mientras ella se sumía en tales pensamientos, Camila repasaba la información obtenida durante el día y la resumía:

—Entonces, tenemos como cincuenta ejemplares de ANDI a prueba, de los cuales, hasta ahora se han destruido dieciséis. No se pudo recuperar prácticamente nada de data porque el cerebro siempre resulta destruido y el respaldo no aporta nada. Es posible que hayan sido hackeados, pero nadie de Programación pudo encargarse de verificarlo. Por otro lado, la tecnología del cerebro y de la alimentación de la I. A. son secretos, por lo que me atrevo a decir que se trata de alguien de adentro. Acosta – Smith nos vigila a través de su androide, que encima es una versión mejorada quién sabe de qué manera, así que no nos sirve ni para saber cómo es un ANDI normal. No podemos andar por ahí sin elle porque es nuestra autorización, pero cuando estamos con elle no podemos hacer las preguntas interesantes. Tendremos que conformarnos entrevistar en sus casas a los empleados que forman parte del programa de pruebas... A menos que acuerdes conmigo el uso de métodos non sanctos para las averiguaciones delicadas. Tengo un amigo que...

—¿Vos tenés idea de cómo se llaman los globulitos esos? —interrumpió Lavinia, como si no hubiera escuchado nada de lo que había dicho su nieta.

—Globu... ¿Qué?

—Los globulitos —repitió la detective—. La botellita esa que se iban pasado en el departamento de Programación. Sé que los viste.

Camila rio nerviosa. Miró alrededor, como temiendo que alguien hubiera escuchado la pregunta.

—¿Y qué te hace pensar que yo sé eso? —preguntó con la boca llena de helado, en un burdo intento por parecer despreocupada.

—Ay, mija, no te hagas —respondió Lavinia—. Soy vieja, pero no boluda. Te vi la cara. Los reconociste.

La observó en silencio, mientras tomaba unos sorbos de café, hasta que la muchacha bajó la vista y suspiró.

—Se llama «Barbarian» —dijo al fin—. La mayoría de mis compañeros lo toman. Te ayuda a rendir más, te saca el sueño y el hambre, potencia la atención... Algunos lo usan para relajarse también. Dicen que es inofensiva; la verdad es que yo no conozco a nadie que se haya vuelto loco o agresivo tomando eso.

—El mate hacía lo mismo sin efectos secundarios —comentó Lavinia con nostalgia—. Salvo el de hacerte ir al baño a orinar cada dos por tres. Lástima que se extinguió la yerba y no este café de mierda —agregó, vaciando el pocillo.

—El helado sigue siendo bueno; al menos, eso escuché —acotó Camila.

—No sabría decirte, aunque siempre estoy a tiempo de bajarme un cuarto yo sola y mandar a la mierda el control de la glucemia.

—¡Abuela! —exclamó Camila consternada—. Por lo menos, esperá a terminar el caso, así me dejás la casa en la costa como herencia —agregó después.

La detective estalló en una carcajada que hizo sobresaltar a todos en la heladería.


La ciudad de la furiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora