XV

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Se despidieron de la ingeniera y su acólito saludando con la mano y siguieron al «lacayo de Smith», como le llamaba Lavinia en su fuero interno, por una serie de pasillos y escaleras que, a medida que descendían, iban volviéndose cada vez más angostos, más vacíos, más silenciosos y oscuros hasta que, cuando quisieron darse cuenta, avanzaban en fila por un corredor tan angosto que solo les dejaba el espacio suficiente para pasar con los brazos colgando a los costados, apenas iluminado por uno que otro foquito mortecino que colgaba de vez en cuando. Las paredes, cubiertas de moho, chorreaban por la humedad; los cables que aparecían suspendidos por todas partes, descendían por las paredes o reptaban por el piso eran un accidente a punto de ocurrir en cualquier momento.

ANDI 2.0 caminaba por ese pasillo lúgubre con la misma determinación que había mostrado en el hall, como si los insectos y las alimañas no existieran.

Lavinia iba última; por fin, sentía que sus contracturas se aflojaban un poco. Le hacía acordar a los viejos túneles del subte de la antigua Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Como habitante de la ConUrbe, estaba más habituada a un ambiente de esas características —lo cual no quería decir que le gustara, por supuesto—; de hecho, podía enumerar al menos siete casos que la habían llevado a lugares peores. Sin embargo, le llamaba la atención semejante contraste con la parte superior; el cambio se había dado de una manera tan gradual que ni se habían dado cuenta del cambio hasta que Camila pisó una cucaracha y saltó del asco.

El tufo a humedad tenía una cualidad indefinida que lo volvía más desagradable de lo normal. Con la nariz tapada, la detective divisó, a lo lejos, una luz fría que debía indicar el final del túnel. La mano en la cara le limitaba la visión periférica, la cual, de por sí, ya estaba bastante acotada, de tal modo que, cuando tropezó, se dio vuelta para ver qué era lo que había estado a punto de pisar. Lo único que pudo distinguir fue una sombra pequeña —demasiado grande, sin embargo, para ser una rata—, que desapareció en la oscuridad, seguida de un chillido que se apagó entre el eco de las goteras.

—Che —dijo dándole un codazo a Camila—, sabés que me parece que casi piso un carpin...

—Hemos llegado —dijo ANDI.

El laboratorio de programación era casi exactamente lo opuesto al de desarrollo: igual de extenso —o tal vez más, dado que la penumbra, en algún momento, se disolvía entre las sombras, lo cual impedía ver los límites— y lleno de gente, eso sí. Probablemente, se tratara de un sótano, dada la cantidad de pisos que habían bajando; no tenía ventanas ni tragaluces. La poca iluminación que había provenía de la infinidad de computadoras, salidas de una película mala de ciencia ficción de los ochenta, que se podían observar, cada una sobre un escritorio lo suficientemente grande como para llenar un cubículo de dos por dos. Y, en cada cubículo, un empleado de Androides y Robots, S. A., sentado en una silla plegable, unido a la máquina por montones de haces de cables de todos los colores, que salían de partes aleatorias de sus cuerpos. Lavinia y Camila abrieron los ojos al darse cuenta.

Eran cyborgs.

Un ejército de cyborgs traídos de la ConUrbe para trabajar ahí, quién sabe por qué medios, formando una red física entre ellos y las máquinas, a duras penas iluminados por el resplandor verdoso de las pantallas. La muchacha apartó la vista, horrorizada. Nunca había podido tolerar ver ese tipo de trato a los cyborgs. No porque ella lo fuera, técnicamente hablando, sino porque se trataba de seres humanos, por el amor de Buda. Por primera vez en su vida, lamentó haber dejado la militancia al terminar el secundario. Intentó consolarse pensando que, si se recibía de abogada, quizás podría crear un impacto mayor; no se sorprendió al darse cuenta de que poco le servía la idea.

Lavinia, por su parte, miraba con atención. Deseaba recordar la mayor cantidad de detalles posible. Algo le decía que, quizá, la clave del asunto estaba allí. Tenía un montón de preguntas en la cabeza, pero sabía que debía tener cuidado, no solo al elegirlas, sino también al formularlas.

—¿Esto es el departamento de programación? —preguntó, y se dio una palmada en la frente; «elegir y formular con cuidado», se dijo.

Sin embargo, a ANDI no pareció importarle la estupidez de la pregunta.

—En efecto —respondió—. A diferencia del departamento de Desarrollo, donde se organizan en grupos casi independientes, cada uno de los cuales tiene asignada un área específica de trabajo y cuya organización interna se basa en una distribución rigurosa de las tareas, aquí, los empleados se conectan para conformar una intranet con conexión a la InterRed, de manera que funcionan como una mente colectiva. Cada individuo recaba información y programa un segmento de la inteligencia artificial, pero de tal modo que sus trabajos son intercambiables. Cada uno sabe lo que hacen los demás, lo cual les permite intercambiar en caso de ser necesario.

—«Somos el borg» —murmuró Lavinia para sí misma—. «La resistencia es inútil».

—Entonces da igual con quién hablemos —se apresuró a decir Camila, sin levantar la mirada de sus zapatillas.

—En efecto —repitió el androide.

Se acercó a la empleada que tenía más a mano y se lo quedó mirando. La cyborg no se movió; cuando la luz del implante que tenía en la sien comenzó a parpadear, volvió los ojos hacia ANDI y luego, otra vez a la pantalla, pero la luz permaneció encendida.

—Listo —dijo ANDI—. Pueden hacer sus preguntas.



La ciudad de la furiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora