III

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A Lavinia tampoco le fascinaba la idea de tener que revisar cuarenta y cinco ventanas; pero si la iban a contratar para un trabajo, lo haría bien. De cualquier manera, primero tenía que hablar con el tipo que estaba a cargo de todo; si los honorarios no valían la pena, no pensaba mover un dedo.

Entraron las dos al edificio junto con un grupo de empleados. Resaltaban como pelo en leche con sus prendas oscuras entre tanto guardapolvo blanco. En realidad, en ese lugar, llamaba la atención cualquier cosa que no fuera blanca, plateada o gris claro. Las únicas cosas que no eran de esos colores eran los drones de limpieza que se deslizaban por las superficies inmaculadas como cucarachas perezosas. Quizá se trataba de una manera de evitar accidentes.

El hall era enorme, de un blanco inverosímil. La circulación de gente era altísima, aparentemente caótica, pero fluida. Al fondo, justo enfrente de la entrada, había una serie de puertas espejadas, que con toda probabilidad pertenecían a los ascensores. A izquierda y derecha, otra serie de puertas de vidrio esmerilado, decoradas con carteles de letras rojas enormes que decían «Solo para empleados», «Acceso restringido» y otras cosas por el estilo. Una fuente de aguas danzantes de interior en el centro daba la bienvenida a los visitantes, sobre la cual flotaba una esfera holográfica en cuya superficie se proyectaban secuencias publicitarias.

Las dos mujeres la observaron unos instantes. Las imágenes se veían con la misma estética que se podía apreciar dentro del complejo, nada que ver con la vida real que se desarrollaba por fuera. No era la primera vez que se encontraban en un lugar como aquel, pero Lavinia nunca había podido acostumbrarse al contraste que había entre estos lugares y lo que pasaba afuera.

La voz de su nieta la devolvió a la realidad:

—¿A dónde tenemos que ir? —la oyó preguntar.

—Ni idea —respondió ella—. Su asistente dijo que nos vendría a buscar, así que supongo que tenemos que esperar.

—¿Sabés por lo menos cómo se llama?

—Andy... Beta, o algo así. Un nombre raro.

—Nah, eso no es raro. Conozco gente con nombres peores.

Lavinia sonrió. Su mirada vagó de un rostro a otro sin prestar atención a ninguno en particular, hasta que quedó fija en algún punto detrás de Camila. Su postura se tensó; la respiración se aceleró, como anunciando una hiperventilación inminente.

La muchacha leyó el lenguaje corporal de su abuela y se dio vuelta en seguida para identificar la fuente de estrés: un androide se acercaba a ellas con paso lento y decidido, sin esquivar ni alterar la trayectoria de nadie, como si hubiera calculado el recorrido exacto que tenía que hacer, cosa que con seguridad había hecho. Tenía aspecto humano: la piel rosada y clara, el cabello oscuro y lacio, corto, los ojos también oscuros, grandes y redondos, el rostro inexpresivo.

Nada en su lenguaje corporal indicaba que le intimidaban los dos pares de ojos fijos en los suyos. Se detuvo a un metro de Camila y habló:

—Detective Di Fiore —la voz no sonaba metálica ni artificial, pero, al igual que su aspecto, tenía una cualidad artificial difícil de definir—, la esperan en el despacho del Sr. Smith a las 9:04 horas. Acompáñeme, por favor.

Se dio vuelta sin esperar respuesta. Lavinia estaba petrificada en su lugar; Camila, por su parte, apenas llegó a reaccionar antes de que el androide se alejara por donde había venido:

—¡Espere! —exclamó—. ¿Quién es usted?

El autómata giró la cabeza hacia ella y dijo sin ninguna inflexión en la voz:

—Mi nombre es ANDI 2.0 versión Beta, código de identificación, EV03B.


La ciudad de la furiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora