30. Quiero que estés bien

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Acaricié su piel desnuda con cuidado de no despertarla. Pasé los dedos por su sedoso cabello rosa y jugueteé con sus mechones, sonriendo sin querer. Disfrutaría todo lo que pudiera de aquel rato hasta que Ágata abriera los ojos y todo volviera a la normalidad.

El reloj marcaba las diez de la mañana, todo un récord de descanso para mí. Hasta las doce no habíamos quedado para el ensayo de la boda.

Ya me estaba arrepintiendo de haberme ofrecido. ¿Quién me mandaba a mí a meterme en asuntos de familia?

Acerqué la nariz a su cabeza e inspiré. Su pelo aún desprendía el aroma a vainilla. Seguía sin entender cómo no detestaba ese olor tan dulzón, aunque ya no me resultaba tan desagradable como en un principio. Su cuerpo se movió un poco bajo el mío, y me aparté para poder mirarla a la cara.

Ágata pestañeó un par de veces antes de mirarme y volver a apoyar la mejilla contra mi pecho.

No sé cómo describir la sensación, pero los dos segundos durante los que Ágata me miró, dejé de respirar. Fue extraño, como si algo dentro de mí hubiera hecho clic. La cabeza me dio vueltas y sentí una presión en el pecho. En un solo segundo, había visto con inmediata claridad que algo cambiaría después de eso. No sabía muy bien el qué, pero sí que nada volvería a ser igual.

—Buenos días, pesadilla. —Acaricié su rostro.

—No me mires, debo de estar horrible —se quejó.

Ágata había llegado a mi vida sin previo aviso. Me miraba porque sí, sonreía sin avisar, me besaba sin rodeos, me abrazaba sin pedir permiso, me acariciaba sin venir a cuento, y, joder, no quise que dejara de hacerlo nunca.

—Eres la chica más guapa que he visto nunca nada más despertarse —dije con total sinceridad.

—¿Eso quiere decir que has visto a muchas más? —preguntó con la cara aún pegada a mi pecho.

—Depende de a qué te refieras con muchas —insinué.

—Yo nunca he dormido con un chico.

—Pero... ¿y con tu pareja? —pregunté, confuso.

—Luis siempre se iba después del sexo.

—Yo jamás me perdería esta imagen.

Ágata sonrió y me besó con ternura la piel al descubierto. Luego inclinó un poco la cabeza hacia atrás para mirarme. Sus enormes ojos grises brillaban como nunca, y su boca rosada estaba completamente hinchada, muy cerca de la mía.

Me habría encantado que se viera con mis ojos, que se acariciara con mis manos y que se besara con mis labios. Solo así habría entendido la locura que me hacía sentir cuando se aproximaba.

Ojalá hubiera podido grabar en su cabeza lo especial que era, hacerle ver que tenía que valorarse más, que era única y que se merecía todo el amor que ella daba siempre: un amor saludable, un amor de verdad, un amor bonito.

Olvidemos quienes fuimosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora