63. Las cosas que se hacen por amor

305 25 1
                                    

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.


—¿Te gusta, o no?

No sabía cómo decirle que era como masticar un trozo de suela de zapato. Estaba pastoso y no tenía apenas sabor, salvo un toque de chocolate amargo. Era lo más horrible que había comido nunca, pero lo había hecho por mí, con amor, y eso al menos se merecía mi mejor actuación, aunque el hecho de que no quisiera repetir ya tendría que haberle parecido extraño.

Solo sería una pequeña mentira piadosa.

—¿Le has puesto azúcar? —pregunté mientras intentaba tragar la bola que tenía en la boca.

—Diría que sí.

Parecía seguro de sus palabras, pero no. Esa cosa no llevaba azúcar ni de coña.

—¿No te gusta? —Su expresión se volvió vulnerable—. No pasa nada, puedes decírmelo.

—No es mi favorito, pero se puede comer —mentí.

Esa cosa era incomible, pero, en fin, las cosas que se hacen por amor.

—¿Quieres un trozo más?

—No, gracias. Me he quedado bien.

Mira, le quería, ¿vale? Pero mi amor tenía un límite.

No pensaba volver a probar ese chicle nunca más.

—Eso quiere decir que no te ha gustado. Tú jamás rechazarías la comida, y menos si es dulce.

Exacto. Pero esa cosa era de todo menos dulce.

Y lo de comida...

—Estoy llena, troglodita. Además, estoy esperando a que me hagas el desfile con el traje de la boda. En fotos no se ve igual. —Hice un mohín.

No era tan buena actriz como creía, ya que no aceptó mi excusa como respuesta.

—Voy a probarlo.

—Pero si a ti no te gustan los dulces.

—Pero este lo he hecho yo.

Cortó un trozo pequeño, y menos mal, porque sabía que después del primer bocado no seguiría comiendo.

Me quedé mirándolo fijamente, sin perderme un solo detalle. Dejé de respirar durante el instante en el que introdujo el primer trozo en la boca hasta que lo escupió sobre un trozo de papel con cara de horror.

Ahí solté todo el aire de golpe. No pude evitar reírme.

—Esto está incomible. —Puso cara de asco—. Joder, ¿te has comido todo el trozo?

—Tampoco es para tanto...

—Ágata, es asqueroso —comenzó a reír sin parar y me uní a sus carcajadas—. No tendrías que haber seguido comiendo esto. Madre mía, te habrás intoxicado. Definitivamente no lleva azúcar.

Ambos no estuvimos riendo durante largos minutos. Todo se quedaría en una buena anécdota que recordar durante años, y un aviso para que dejara la repostería, el dulce no era lo suyo.

Al menos había encontrado su primer fallo. Era humano y no un semidiós como empezaba a creer.

—¿Me vas a enseñar tu traje? —Me mordí el labio.

—Tendrás que esperar a mañana.

—No. ¡Venga ya! —me quejé.

—¿Tú me has dejado ver el tuyo, acaso? —No hizo falta que respondiera, era evidente que quería que fuese una sorpresa, pero lo mío era distinto, ¿no? Me hizo rabiar agregando—: Pues igualdad de condiciones.

—Te odio, que lo sepas.

—No más que yo.

Tiró de mí y apoyé la cabeza en su pecho mientras me acariciaba la espalda con las manos. Sentía su calmada respiración y los latidos de su corazón. Me relajé con el calor que desprendía siempre su cuerpo, y aunque ya hacía suficiente calor en el exterior, no quise moverme ni un solo milímetro. Era uno de los lugares en los que más me gustaba estar.

—Nada de fijador. —Sonreí contra su pecho.

—Es una boda, claro que me pondré.

—Ni hablar. Tus rizos tienen derecho a ser libres, no estar pegados los unos a los otros.

El pecho de Enzo vibró con una carcajada. Sentí su sonrisa en mi cabeza.

—¿Qué me darás a cambio?

—Lo que quieras.

Adoraba sus rizos. No entendía la necesidad de que los llevara siempre pegados hacia un lado o para atrás, como un niño rico pijo.

Vale, es lo que era, pero podía seguir siéndolo sin tener que parecerlo.

—Esas son muchas posibilidades. —Su voz sonó ronca y sexual.

Me mordí el carrillo.

—Fíjate qué suerte has tenido.

—Lo justo es que tú te quites algo que creas adecuado para el momento.

—¿Cómo qué? —Me ruboricé.

—La ropa interior...

—No llevaré sujetador, el vestido no me lo permite. ¿Te vale?

Esperé en silencio su respuesta. Me puse cada vez más nerviosa cuando se mantuvo pensativo en completo silencio.

—Eso no es justo. No lo ibas a llevar de todos modos. Pero gracias por la información, ahora ya no podré pensar en otra cosa que en tus pechos al aire.

—Es que llevo un escote...

—Joder, no me lo pongas más difícil.

Ahogué una risita nerviosa contra su pecho.

—Entonces, ¿has pensado en algo ya?

—Sí. —Me tensé mientras esperaba que siguiera—. Yo no me pongo fijador y tú dejas aquí las bragas.

—Ni de coña.

—Vale, pues usaré todo el fijador del bote —se rio.

—Eso no es justo. ¿Cómo voy a ir sin ropa interior a la boda de mi hermana? ¿Estás loco?

—¿El vestido no te llega hasta los pies?

—Sí, pero, Enzo, iré con el chichi al aire.

—Solo lo sabré yo.

Sentí cómo su cuerpo se contraía bajo el mío, subiéndonos la temperatura.

Me giré a mirarlo.

—¿No crees que es una locura?

¿De verdad me lo estaba planteando?

—La locura es que no se me ocurriera antes. —Sonrió de lado, provocándome.

—Espero que hagas que merezca la pena.

Sentí que se me erizaba la piel al imaginar la multitud de posibilidades.

—Lo haré, pequeña, ya te digo que lo haré.

Olvidemos quienes fuimosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora