ACTO IV: Escena IV

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Narrado por: Kara Danvers

(Kara no sabe qué hacer así que acude a la persona con más sabiduría que conoce para aclararse la mente)

Nueva York, 2020

Eliza y Jeremiah Danvers se casaron una fría tarde de invierno en 1987.

Papá solía contarnos que la primera vez que vio a mamá, entendió a lo que las personas se referían como «amor a primera vista».

Se conocieron durante un crucero mientras mamá intentaba escapar de un matrimonio forzoso y papá trabajaba como asistente en un laboratorio farmacéutico en Estados Unidos. Papá estaba de vacaciones por primera vez en meses y estaba dispuesto a exprimir y aprovechar cada segundo de ellas mientras que mamá compró un boleto de ida esperando que no tener que pagar uno de regreso.

Les tomó exactamente doce días —la duración del crucero— llegar a la conclusión de que querían estar en la vida del otro para siempre.

Papá siempre decía que él supo que mamá era la mujer de su vida cuando ella consiguió que el capitán del barco les diera un tour privado por su cabina solo con una sonrisa y su hechizante carisma.

Mamá siempre decía que ella supo que papá era el hombre de su vida cuando él intentó bailar la conga con una abuelita de 70 años que había viajado sola porque su esposo había fallecido y no quería estar en el lugar en donde lo perdió.

El crucero salió de Miami y exploró las islas caribeñas por doce días. Días durante los cuales papá y mamá pasaron casi todo el tiempo juntos. Jugando al bingo. Asoleándose cerca de la piscina. Tomando cócteles en el bar más popular del navío llamado Cupid's Nest.

Fue una maldita obra del destino.

No tengo ni una sola duda al respecto.

Lo digo porque era un barco enorme y las probabilidades de encontrarse eran de cero a ninguna considerando que no tenían boletos en la misma clase. Supongo que el destino ya estaba predicho para ellos porque se encontraban en los lugares más recónditos del navío. Como si fueran dos magnetos atrayéndose entre sí.

Papá siempre creyó que Dios, el destino o la vida sabían que ambos se necesitaban y por eso, terminaron juntos. Que de alguna forma, estaban hechos para pertenecerse.

No es broma.

Se casaron 60 días después de conocerse.

Como no tenían la aprobación de la familia de mamá, se fugaron para casarse en un lugar remoto de Midvale. A miles de kilómetros de los comentarios y de las críticas.

Cuando mi abuelo materno se enteró, se rehusó de mil formas distintas. Intentó regresar a mamá a Nueva York, sin éxito alguno. Y al no lograrlo, siguió negándose a aceptar el matrimonio de ambos diciendo que papá no merecía a su hija. Que ella era una mujer refinada y de un mundo distinto al suyo. Que si él permitía ese matrimonio, después los pretendientes de sus demás hijas creerían que tendrían el acceso fácil a la riqueza familiar.

El abuelo era algo receloso con su fortuna.

Supongo que eso es lo normal cuando eres dueño de una minera en Minnesota y la herencia de tus hijos será una locura cuando tú fallezcas.

A pesar de todo, papá era terco como una mula. No estaba dispuesto a aceptar un «no» como respuesta.

Era terco y tenía la chispa más grande de determinación que cualquier otra persona que conozco en mi vida.

Mamá siempre nos contaba que papá estaba tan decidido en ganarse a su suegro que él siempre afirmaba: «Haré que ese hombre me amé tanto que me considere su propio hijo».

COMO LAS LUCIÉRNAGAS | SUPERCORPDonde viven las historias. Descúbrelo ahora