03 / Abay

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Para estas fechas ya tenía amistad con Alaska. Un nivel de amistad suficiente como para contarle confidencialidades.

Primero de septiembre. No que importe mucho realmente, ni siquiera sé qué pasó ese día. No me vieron pero me desayuné y ya sé que pasó ese día. Eran esos días en los que el grupo conoció a una chica experimentada. Tan experimentada que fue la profesora principal del abay.

Permítanme les explico. Del training general se encarga el trainer mismo. Geronimo. Esa semana completaríamos la tercera, y por ende, el entrenamiento también. A las siguientes dos se les llamaba abay, o nesting, u OJT, para los que saben de call centers. Para los que no, es tan simple como ese proceso en el que estás tomando tus primeras llamadas con mucha supervisión. De esa supervisión se encargan los floors supporters -soportes de piso-, y la soporte de piso principal era aquella muchacha que el entrenador nos presentaba aquel miércoles (pudo haber sido el martes antes de ese miércoles, o el jueves después, pero ¿qué diferencia hace a la narración de esta historia?).

Para tomar llamadas, teníamos que escuchar cómo se tomaban las llamadas. ¿No? Lógico. No obstante, ya teníamos una idea general de cómo se hacía. No tanto el apartado técnico, que de por sí no era tan complicado como insistía tanto en aparentar. Me refiero a que Geronimo mismo, el hombre negro menudo de cinco décadas y contando, tomó el honor de enseñarnos las primeras dos llamadas.

La primera clienta era una mujer mayor que quería saber cómo limpiar el compresor de la nevera o uno de esos componentes inaccesibles para cualquiera. Geronimo, siendo dominado por su característica actitud positiva de negociante vendedor, le aconsejó a la señora que se contacte con no-sé-qué-compañía para que hiciera eso por ella. Supe después que se debía a que su refri estaba en garantía, y ese tipo de servicios no se cubren dentro de la garantía de Samsung. Fue un buen comienzo, una buena primera impresión de cómo una interacción cliente-agente se lleva a cabo. La dama era muy simpática, y Geronimo se mostró bastante extrovertido ante ella. Eso sí, me dio pena por ella en ciertas ocasiones, porque Yiwonimoh fue tan extrovertido que no la dejó expresarse bien. Ella tenía que callarse para que el entrenador hablara. Como cuando le dijo que se murió un miembro cercano de su familia y él se metió en papel y le dijo que también alguien más de su familia se había muerto en Estados Unidos. Fue una buena manera de mostrar empatía y conexión, pero yo en lo personal creo que ella quería decir más sobre ella misma.

Y el segundo en caerle a Geronimo fue un hombre que también resultaba ser un anciano. El pobre viejito tenía su nevera dañada. No le enfriaba. Y con razón, ya contaba con casi quince años más o menos (bastante para un refrigerador Samsung creado a partir del siglo veintiuno).

Geronimo es un hombre feo. Aimee, que se sentó a mi lado durante toda la fase de entrenamiento, intercambió conmigo varias burlas referentes al negro con armario lleno de polos y bermudas cargo. Varios buenos segundos de risas se los debemos al comentario de mi amiga que aludía al parecido del entrenador con una tortuga ninja. Incluso Elian, a quien podríamos considerar aquel con mayor cantidad de madurez general, fue intérprete de una mímica a Yiwonimoh. Resulta que el hombre que se encargó de introducirnos en Alorica es dueño de un caminar un tanto... peculiar. Y para cualquiera, en especial para unos jóvenes de dieciocho, lo peculiar es muy comúnmente sinónimo de chistes.

Geronimo no es a lo que tú sueles llamar lindo. No. Pero el señor tiene algo que necesita todo hombre de baja estatura, tez negra, expuesto cuero cabelludo y nariz elefantástica: personalidad. No, eso no es suficiente. Esta es una obra literaria, pero permítanme hacer lo siguiente: Geronimo tiene ✨personalidad✨. Tan solo espero firmar con una editorial que se permita invertir en tintas a color.

Quizá a ello se agrega su acento (notorio en el inglés), o su carrasposa voz, pero el punto es que lo hace. El hombre es un especialista. Un día nos hizo una historia al Trío Dieciocho sobre su pasado en Tierras Yankees y en lo fácil que siempre se le ha hecho hacer dinero. Tiene con su esposa un negocio de vender no-recuerdo-qué-mierda y una especie de escuela donde enseña inglés a los nenes cuyos padres cayeron en sus encantos. No se le iba a hacer difícil el ofrecer, convencer y exitosamente vender una nueva nevera Samsung para el anciano. Cuando el carismático hombre apuntó una de las razones del por qué debería de reemplazar su electrodoméstico en vez de intentar repararlo, cultivó otro momento que jamás olvidaré. Le había preguntado la edad al anciano. Setenta años, fue su respuesta...

-Yeah and these fridges last around ten years, you know? So it will be your last refrigerator. It's a good investment overall.

Corté. No al instante porque intentaba analizar la interacción, tomar notas para cuando me tocase a mí el hablar a través del micrófono de plástico. Pero así como les describí el cómo caigo en la cuenta de que me gusta una persona, así terminé cayendo en la cuenta de lo que había pasado.

Aimee me miraba. Yo me uní tarde al contacto visual. Ella estaba en ese trance entre la sorpresa y las carcajadas.

Más allá en la fila de cubículos, o era Douglas el Cómodo o era Ruth La Caja la que, con cara de cla-cla-clá (solo imagina una sonrisa preocupantemente abierta y suspendida que resulta ser normal en el contexto y el país) decía múltiple y mudamente «¡lo mató!». Al otro lado, Francis el del Bronx sonreía como suele hacerlo ante nosotros cuando reímos. Porque Francis no se ríe desenfrenadamente. Es bien simpático, y alegre; supongo que aquellas no eran el tipo de cosas que le harían partirse el pecho y palmarse las rodillas. Como Aimee y yo hacíamos.

Nuestras mejores risas, irónicamente, sucedieron así: en el piso de producción, donde tan solo del otro lado de la columna de computadoras habían personas atendiendo sus versiones del anciano de setenta que según Geronimo no viviría para experimentar otro refrigerador.

El entrenamiento te lo puedes imaginar como clases virtuales de tu facultad, porque varios de los trainees la tomaba desde la comodidad de sus casas (así como estaban dispuestos a trabajar: desde casa). Se trataba en su gran mayoría de una videoconferencia en Microsoft Teams. Nuestras cámaras debían de estar encendidas, por alguna razón. Como la de Ángel Asencio, el que era padre de unos cuantos hijos. Su manera de sentarse en el sillón de su casa y ajustar la cámara de forma que el ángulo no le ayudara nada fue suficiente para mandarnos a la bronca a Aimee y a mí. No nos burlamos de la cabeza de Ángel un solo día; hubiese sido un desperdicio de recursos si podíamos verle igual de raro siempre. Algunas veces en lo que parecía ser su cuarto, otras en su sala, tal vez, pero siempre en un sofá bien acolchonado en el que se tiraba como si la gravedad lo quería en el mismo infierno. «Parece una papa», le dije yo a Aimee antes de verla reír otra vez.

Y jugábamos mucho, también. El training y el abay es la única temporada en la que un agente común experimentaría la mayor felicidad. «Disfruten su training», decían los que ya habían completado esa etapa. Los que tenían meses, años en la empresa. Porque en ninguna otra temporada nos regalarían pizza. En ninguna otra tendríamos todos los descansos y meriendas juntos, tiempos que, por cierto, el entrenador nos alargaba de diez a quince minutos más. No habría tanto chisme como para apodar a Ruth «La Caja» o deleitarnos con la manera en la que Elian copiaba el caminar de Geronimo... No podríamos burlarnos de Angel Asencio nunca más.

No sabíamos lo que teníamos durante el entrenamiento. Lo disfrutamos, sí; no supimos valorarlo, tal vez también. Las partidas al futbolín, cuando el equipo predeterminado siempre éramos Junior y yo contra Aimee e Hildemar; Elian nunca quería jugar pero por alguna razón siempre se encargaba de anotar los puntos y recogernos la mini-pelota para posicionarla. O las manos al ajedrez; híper aburridas porque nadie estaba a mi nivel.

En el hockey de mesa no me metía porque no había un día en el que Ruth La Caja y Douglas el Cómodo no lo tuvieran reservado para ellos. Como Kwan Yin la Hierbera tenía reservado el sofá de la sala de juegos para echarse una pabita («Avísenme cuando se acabe el break», decía, confiando en que Aimee no fallaría en palmarle el hombro cuando Ruth, la única que tenía un reloj de muñeca, nos dijese que el tiempo, en efecto, había acabado).

Íbamos a perder todo eso. Antes, no obstante, íbamos a conocer a la chica de la que les hablé al principio. Y no hablo de Alaska...

Díganme...

¿Están listos para la parte de Katerine?

neverita ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora