VI

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Capítulo 6

Partí en la madrugada de la misma forma en la que había llegado: sin avisarle a nadie.

En esa ocasión, sin embargo, escribí una pequeña nota agradeciendo las atenciones y molestias a mi abuelo y mi tía y prometí avisarles si algo iba mal durante mis viajes. Pegué la nota a la puerta del refrigerador con ayuda de los imanes de monumentos y me tomé una taza de café para recargar energías.

Pasé  la noche en vela, como ya se me había hecho una costumbre, inundada por una ansiedad extraña que la adjudiqué a la emoción de haber planeado durante mucho tiempo aquel viaje para desestresarme.

Una vez fuera de la casa de mi abuelo y arrastrando la maleta tras mis pasos, me fijé en la calma del vecindario. El sol se asomaba con timidez en el horizonte y unas cuantas mujeres con ropa deportiva salían de sus casas para aprovechar la mañana fría y ejercitarse. Unas cuantas me saludaron con amabilidad y terminaron arrepintiéndose al encontrarse con mi expresión para nada cordial.

Puse los ojos en blanco al verlas caminar con más prisa y pedí un taxi desde una aplicación que me llevó al parqueo en donde había guardado la caravana.

El guardia que me atendió la primera vez se mostró muy curioso al entregarme las llaves.

—De vacaciones, eh —dijo con ese tonito de entrometido, de querer averiguar algo más para iniciar su mañana con un buen entretenimiento—. ¿Muy lejos o qué?

—No le importa.

Metió las manos en los bolsillos y continuó con la sonrisa para aparentar que no le había dolido mi respuesta.

—El verano siempre es la mejor época para vacacionar.

—Eso dicen.

—Con mi esposa y mis hijos fuimos el verano pasado a unos de los pueblos aledaños; es muy bello y tranquilo. Su gente es muy amable y gentil.

—Que bueno.

—Espero que le vaya muy bien.

—Yo también.

—¿Eh?

—Dedíquese a trabajar, hombre, que me quita el tiempo.

El sujeto asintió con varias veces y se perdió entre otros carros que tenía a su cuidado ya con polvo acumulado. Nunca me había agradado la gente demasiado locuaz porque eran de los primeros en acabar con la poca paciencia que tenía.

Subí la maleta a la caravana y la abordé sintiéndome relativamente relajada. Esperaba no perderme en uno de esos pueblos de gente «amable y gentil» y que el mapa que reposaba en el salpicadero del vehículo cumpliera su propósito de guiarme allá por donde la señal del móvil no sirviera para hacerme con el GPS.

Con las ventanillas abajo, la ciudad quedando atrás y la maleza de la carretera rodeándome, preferí creer que aquellos viajes me serían de utilidad para pensar y reflexionar, pese a que en el fondo estaba más que segura que encontrarían la forma de incentivar mi agudo sufrimiento y arruinarme la paz en momentos cruciales.

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Los meses que transcurrieron se fueron acumulando de experiencias agradables que me gustaría poder recordar cuando tuviera ganas de lanzarme de un puente.

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