PREFACIO

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Esta no era una mañana cualquiera. Había salido a reunirme con mi editor a su oficina, teníamos una reunión con los ejecutivos de una editorial muy famosa y habíamos conseguido un contrato para que publicaran mis siguientes tres novelas. Por un lado, estaba eufórica, puesto que el adelanto era de miles de dólares y podría estar tranquila (a mi esposo le encantaría la noticia, podríamos pagar la totalidad de la hipoteca y los créditos educativos de nuestros posgrados), también porque sería comercializada y traducida a varios idiomas y sus mejores mercados eran el europeo y el norteamericano; pero por otro lado, tendría que escribirlas en un lapso no mayor a seis años. Eso me estresaba un poco, puesto que siempre me tomaba mi tiempo para escribir y en ocasiones el bloqueo me duraba hasta ocho meses (hablo de mi último bloqueo con mi última novela), y también me tocaría pedir que me pusieran en modalidad virtual en la universidad donde enseñaba escritura creativa y lingüística. 

Decidí no pensar en eso por el momento, y que me merecía un premio, así que en el centro comercial que estaba cerca  había un restaurante y a esa hora tenían un brunch por el que deliraba. Me dirigí hacia el lugar y mientras caminaba, veía mi reflejo en las vitrinas. Ese día llevaba puestos unos mom pants que resaltaban mis caderas, una blusa básica de color azul celeste y encima una blusa tejida en azul turquesa. Mi cabello rizado con tonos cobrizos estaba suelto y bien definido y usaba sandalias planas negras que combinaban con mi bolso de cuero. Mi look era relajado y profesional a la vez, y disimulaban los casi cuarenta que cumpliría en menos de tres meses. Sonreí al verme en el reflejo de la vitrina y seguí mi camino.

El brunch estuvo delicioso: un club sandwich con papas a la francesa y un milo helado. En esos momentos saboreaba la gloria de los alimentos y del jugoso contrato que se había firmado. Pedí la cuenta y salí del lugar, dispuesta a ver vitrinas y a lo mejor darme un gustito. Estaba viendo la vitrina de uno de mis almacenes favoritos, y al estar tan distraída, tropecé con alguien.

-Disculpe, señor ¡ qué pena no haberlo visto! Dije mientras me separaba y alzaba la mirada

El hombre me miró fijamente y me preguntó con una sonrisa: 

-¿No se acuerda de mí?

Lo miré y casi se me va el alma a los pies, la verdad era la última persona a la que pensé encontrarme.  Ya no era un muchachito, era un hombre, y muy atractivo. Con asombro le pregunté:

-¿Cadete Jackman?- Al confirmarme su identidad, le sonreí y lo saludé con un abrazo y un beso en la mejilla:- Dios mío, ¡tantos años sin verte! Me alegra muchísimo tenerte en frente.

-Y a mí también- Me respondió el hombre que estaba frente a mi. Aún tenía ese mismo tono de voz calmado y suave, pero a la vez tan varonil, que no pude evitar sentir un leve estremecimiento-. ¿Cómo has estado, profe Diana? ¿Qué hay de tu vida?

-Muy bien, gracias a Dios. De mi vida, pues lo de siempre: trabajar, dando clases, escribiendo.

-¿Y en dónde estás dando clases ahora? 

-En la universidad. Estoy allá desde hace unos diez años.

-¡Wow! eso es genial, profe. Me respondió sin dejar de mirarme. 

No había cambiado mucho su mirada. Era la misma mirada inquisidora pero a la vez coqueta que aún recordaba y no podía evitar evocar la época en la que lo conocí en mi salón de clases. 

-Y cuéntame de tí, Mario. ¿Qué hay de tu vida? ¿Qué has hecho, qué estudiaste?

-Bueno, soy administrador de empresas y tengo unos negocios. Me casé hace casi cuatro años y tengo un hijo. Al mencionar a su hijo, me di cuenta que sus ojos brillaban, y no lo niego, me alegró muchísimo por él. Sin darnos cuenta, empezamos a caminar por el centro comercial riéndonos de la época en la que le di clases. Parecía que no hubieran transcurrido diecisiete años desde la última vez que nos vimos después de esa fiesta de graduación, cuando había decidido irme para otra ciudad con una mejor oferta laboral.

-Y usted profe, ¿ se casó?

- Sí. Soy una mujer felizmente casada hace ya 14 años- Al decir esto último, pude notar una expresión en su rostro que no pude descifrar de un todo y, hasta cierto punto, me complació-.  Tengo dos niños casi adolescentes, tienen 10 y 11 años.

-Me alegra muchísimo.

Al llegar al parqueadero del centro comercial, me iba a dirigir a la bahía de los taxis y me sujetó del brazo suavemente:

-Profe, déjeme llevarla hasta su casa.

-No te preocupes, Mario Alonso. Yo tomaré un taxi, no quiero retrasar tus asuntos.

Me miró a los ojos y me respondió:

-Para nada, profe. Insisto. La encontré, y quiero seguir hablando con usted. Siempre la veía por la calle, pero estaba atascado en el tráfico y la perdía de vista,  y no voy a perder esta oportunidad.

No pude evitar estremecerme al ver su mirada penetrante, la misma que me seguía por todo el salón cuando le daba clases y que solamente tenía para mí, a nadie más miraba de esa manera. Su voz cambió de repente, seguía tan calmada y varonil, pero al mismo tiempo tenía un dejo de posesión y algo más, como esa necesidad de tenerme cerca, la misma que sentí ese día hace muchos años cuando bailamos juntos en la fiesta de Gilma. Y no lo voy a negar, también quería seguir hablando con él.

Llegamos al parqueadero y subimos a su camioneta. Durante el viaje hablamos de lo que hacíamos en la actualidad y mostró cierto asombro cuando le dije que ya era una escritora publicada. Me habló de su hijo y de lo mucho que se divertía a su lado. A veces, veía mi teléfono revisando los mensajes y podía sentir su mirada penetrante, era una conducta que no había cambiado. Yo también lo hacía cuando él no se daba cuenta, estaba un poco más grueso que en la época de colegio, pero se veía muy atractivo con su bigote rubio oscuro y sus labios carnosos. Sus manos eran masculinas y bien cuidadas, y en una de ellas llevaba su anillo de matrimonio. Vestía muy bien y le ayudaba mucho su estatura imponente.

Le dí unas indicaciones y llegamos a mi casa, la cual estaba ubicada al norte de la ciudad, en la ruta al mar. Intercambiamos teléfonos y nos despedimos con un beso en la mejilla. Al hacerlo, pude sentir el ámbar de su colonia y la suavidad de su mano, y un calor intenso se desprendía de él. Lo miré y le dije con una sonrisa llena de picardía:

-Sigues teniendo la misma mirada coqueta de siempre. Definitivamente hay cosas que nunca cambian, cadete.

Me sonrió y al atravesar mi jardín, pude sentir su mirada y con ese mismo sentido de protección que siempre lo caracterizó, esperó a que entrara a mi casa. Y sí, definitivamente hay cosas que no cambian, así pasen diecisiete años, o toda una vida.

Por la tarde, recibí un mensaje en mi WhatsApp. Era él, diciéndome que no había dejado de pensarme. A mí también me pasaba igual, pero no sé lo iba a decir. Así que le contesté:

-¿Qué, te acordaste de cuando te regañaba por no hacer la tarea?

-No. Recordé que me gustabas mucho y me embobaba viéndote en clases. Siempre has estado en mi memoria.

Sentí una especie de estremecimiento al recordar esa época y también asombro. No nos habíamos visto en 17 años y esa era una clara insinuación. Creo que nunca dejé de moverle el piso a pesar de todo.

En la noche, al sentarme en mi escritorio y empezar a trabajar en el libro que estaba finalizando, tuve una epifanía: ¿Y si escribiera una historia sobre esa época y todos los momentos que viví? Porque no lo puedo negar, el hecho de haber trabajado en el Instituto Militar Inocencio Chincá marcó un antes y un después en mi vida, no solamente profesional, también en lo personal. Así que dejaré mi proyecto actual a un lado y empezaré a hablar de esa historia que me marcó en muchos aspectos.

Mi cadeteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora