Después de la furia

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Federico llegó enojado a su casa. Diana lo había echado porque le había reclamado lo de sus estudiantes. Ella no lo veía tan mal y hasta le divertía, cosa que lo enfureció aún más. Lo peor de todo, era que antes cuando se enojaban, ella buscaba ser conciliadora y pedía perdón; pero ahora simplemente no le importaba. Desde que regresaron juntos, ella tenía esa actitud, y sentía que no podía dominar su espíritu. Debía tomar el control de la situación nuevamente; era un hombre, un poseedor del Sacerdocio Mayor, y en el futuro cuando fuesen una familia, ya esa autoridad tenía que estar cimentada.

A la mañana siguiente, se levantó, se bañó y se puso un jean y la camisa que normalmente usaba para trabajar en la ebanistería. Su casa era un edifico de dos plantas, arriba era una residencia de 4 habitaciones, sala comedor, cocina y baño, con un patio de labores; abajo era un local amplio dividido en la sala de exhibición en la parte de adelante en la cual su hermana mayor Melina atendía, y en la parte de atrás el taller en donde su papá Pablo, su hermano menor Ronaldo y dos trabajadores más materializaban con sus herramientas los sueños de sus clientes, los cuales no eran pocos, muchos de ellos eran de posición socioeconómica alta. Al llegar al taller saludó a todos y empezó a lijar una mesa ratona que su papá había diseñado. 

Mientras lijaba, su cabeza empezó a poner en orden sus ideas y se dio cuenta que se había equivocado. Diana siempre le había sido leal y fiel, lo apoyaba en todo y ella tranquilamente lo hubiera podido dejar por otro hombre con un nivel económico e intelectual mayor que el de él y, sin embargo, ella siempre le había dado su lugar. "Soy un idiota, no debí actuar de esa manera. Aquí el culpable soy yo, y debo buscarla" pensó. Se detuvo por un momento y le escribió un mensaje de texto pidiéndole que lo perdonara. No recibió respuesta. "Claro, aún no son las 8 de la mañana y debe estar durmiendo, mínimo siguió trabajando" pensó nuevamente ante la situación. Pasó la mañana, entregó una cómoda a un cliente, pintó las piezas de un camarote y de vez en vez, hacía una que otra llamada y enviaba mensajes de texto con la esperanza que le respondiera, pero nada. En ese silencio, en ese desprecio, podía sentir que estaba perdiendo a la mujer que amaba y por la cual estaba obsesionado. 

Había conocido a Diana en una convención de jóvenes hacía casi tres años atrás. Él estaba recién bautizado y había ido con sus amigos de la capilla a la que él asistía. Los sermones habían sido variados y le habían gustado, pero se sentía algo aburrido, porque en ocasiones sonaban a discusiones teológicas. De repente, anunciaron a una de las discursantes proveniente de una de las capillas de la ciudad, cuyo discurso era acerca del poder de la oración. Al estrado, subía una joven que despertaba los suspiros de algunos de sus amigos y él pudo ver el porqué. Era pelirroja, de piel un poco más oscura que la suya (él era blanco) y ojos verdes. Usaba un vestido cantonés de seda rojo ceñido a su cuerpo delgado y esbelto que contrastaba con su cabello cobrizo recogido en un moño sostenido por palitos. Su voz era suave pero firme a la vez y su discurso no era aburrido, le encantó su sentido del humor inteligente y mordaz, en donde en más de una ocasión hizo reír hasta a los líderes regionales si bien muchas de las líneas de su discurso rayaban en la irreverencia. Desde ese momento, sintió la necesidad de conocerla, de hablarle, así que hizo que uno de sus amigos se la presentara. 

A partir de esa ocasión, se había dedicado a conquistarla y cuando aceptó ser su novia, la quería solamente para él. Era un deseo de posesión casi enfermizo que jamás había sentido. La deseaba con locura, pero se contenía por respeto a las normas elevadas de su credo y si las traicionaba sabía que Diana se iría, no hallaba su vida sin ella, sin tenerla cerca; pero ella era un ave de alas grandes y vuelo muy alto, no era la típica chica de la iglesia que pensaba en hogar con hijos y esperar al marido con la comida caliente; era ambiciosa, independiente y con ideas propias, lo cual lo había contrariado en ocasiones. 

Mi cadeteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora