Ocho

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La dignidad de Roier seguía escocida dos días más tarde, mientras llamaba a la puerta del despacho del profesor Carola. Supuestamente era la mayor autoridad mundial en cuestiones de la Antigua Grecia. 

Le habían dicho que si había alguien en el mundo capaz de descifrar su diario, era él. Y no paraba de rezar para que así fuera. 

Una grave voz masculina le dio permiso para entrar. Abrió la puerta y descubrió a un hombre guapísimo de unos treinta y pocos años, sentado tras un ajado escritorio de madera. Tenía el pelo corto y rubio, y unos bonitos ojos azules que parecían brillar en la penumbra. 

El despacho estaba atestado de antiguos objetos griegos, entre los que se incluía una espada de la Edad del Bronce colgada detrás de él. Las paredes estaban ocultas tras las estanterías, llenas a rebosar de objetos y libros. ¡Por Dios! Casi le parecía estar en su casa y se alegraba muchísimo de haber encontrado en el profesor Carola a un espíritu afín. 

Aunque no lo conocía, le cayó bien al instante. 

—¿Profesor Carola? 

El hombre levantó la vista con el ceño fruncido y cerró una agenda con tapas de cuero. 

—No es alumno mío. ¿Viene porque está interesado en asistir a alguna de mis clases?

En ocasiones como esa, Roier aborrecía lo joven que parecía, aunque en realidad tuviera la edad de un estudiante recién licenciado... Por si no tuviese bastante con el tema de sus investigaciones, su apariencia física también le restaba credibilidad.

—No. Soy el profesor Roier Luzuriaga, Hemos hablado por teléfono. 

El profesor Alexander se puso en pie de inmediato y le tendió la mano. 

—Perdone la confusión —se disculpó cortésmente mientras Roier aceptaba el apretón de manos—. Me alegro de conocerlo por fin. Me han hablado...

—Mucho y mal de mí, no me cabe duda.

El profesor soltó una carcajada afable. 

—En fin, ya sabe usted cómo son nuestros colegas. 

—Un poco cortos de miras, diría yo.

El profesor Carola se echó a reír de nuevo. 

—Cierto. ¿Ha traído el diario? 

Roier soltó el maletín en la silla situada frente al escritorio y lo abrió. Había envuelto el diario con muchísimo cuidado en papel sin ácido para no dañar su delicada condición. 

—Es muy quebradizo. 

—Tendré cuidado. —Aceptó el libro, le quitó el papel y frunció el ceño. 

—¿Pasa algo? —preguntó Roier. 

—No —contestó él con voz reverente—, es que es asombroso. Nunca he visto un libro encuadernado en piel tan antiguo como este. 

Su expresión puso de manifiesto que acababa de recordar algo especialmente doloroso. 

—¿Entiende la escritura? 

El profesor lo abrió con mucho tiento y observó las quebradizas páginas. 

—Parece griego. 

—Sí, pero ¿puede descifrarlo? —insistió el castaño con la esperanza de que al menos lo entendiera en parte. 

—¿Sinceramente? —replicó él, alzando la vista—. Reconozco algunas palabras basándome en la raíz semántica, pero es la primera vez que veo este dialecto en concreto. Es anterior al período en el que estoy especializado. Varios cientos de años, diría yo.

SALVATORE- spiderbearDonde viven las historias. Descúbrelo ahora