Diez

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Spreen hizo todo lo que pudo por sacarse a Roier de la cabeza, pero fue en vano. Había algo en él que le resultaba irresistible. Cosa que detestaba. 

Aunque más se detestaba a sí mismo por haber huido de él como un cobarde el día anterior.

 Desde entonces se repetía que era lo mejor que podía haber hecho, pero no acababa de creérselo. Había algo en Roier que hacía que se sintiera a gusto a su lado, detalle incomprensible si se tenía en cuenta la hostilidad que demostraba hacia él. 

En ese momento se encontraba en el tejado de la casa que estaba ayudando a reconstruir, intentando aclararse las ideas para volver al tajo. 

Alguien le tocó el pie. Levantó la vista y vio a Karl delante de él. Se quitó uno de los auriculares:

—¿Qué? 

—Tienes visita.

Pensando que se trataba de alguno de sus colegas de Nueva Orleans, soltó el martillo y se fue hacia la escalera. 

Iba por la mitad cuando vio que Roier lo esperaba. Llevaba ahora una gorra dejando ver el cabello saliendo a los lados. 

Sin embargo, fueron sus enormes ojos castaños los que lo abrasaron. Hipnotizado por ellos y sin prestar atención a lo que estaba haciendo, se saltó un peldaño y acabó cayendo por la escalera hasta el suelo, donde aterrizó deforma vergonzosa. La situación empeoró cuando la escalera le cayó encima, cosa que logró que todo el mundo se fijara en su torpeza. 

El dolor le atravesó la espalda, una cadera y un hombro cuando intentó incorporarse y recuperar en parte la dignidad. Aunque dada la posición en la que había caído, sus intentos fueron en vano. Se quitó la escalera de encima con un suspiro. 

Roier se acercó a él de prisa. 

—¿Estás bien? 

La respuesta habría sido «sí» de no ser porque le colocó la mano en el pecho. En esa postura, su mente se negó a pensar en otra cosa.

—Sí, estoy bien. —Se percató de las miradas preocupadas de los demás y se puso colorado como un tomate por la vergüenza—. Estoy bien, de verdad, tranquilos —dijo en voz más alta—. Solo ha sido un resbalón. 

Todos volvieron al trabajo mientras él deseaba volverse invisible. ¡Esas cosas no le pasaban nunca! 

—Deberías tener más cuidado —lo reprendió Roier. 

Pero ¿no estaba preocupado por él?, se preguntó. Parecía que su dignidad y la angustia que Roier había demostrado momentos antes habían desaparecido a la vez como por arte de magia. 

—Podrías haberte roto el cuello o haber caído encima de alguien, y con lo grande que eres seguro que lo habrías matado. 

Vale, definitivamente estaba como un cencerro, pensó. 

—¿Qué hacés aquí, Roier? 

Se volvió para levantarse y se dio cuenta de que se había hecho daño de verdad en la pierna, porque cuando intentó moverla le dolió horrores. Le costó la misma vida no quejarse ni cojear. 

La sonrisa de Roier lo deslumbró. 

—He venido a tentarte.

Demasiado tarde. Ya lo había hecho, aunque Roier no se refiriera a lo mismo que él estaba pensando. 

—No caigo en tentaciones. 

—Eso es imposible. Todas las personas caemos en la tentación. 

Pero Spreen no era una persona. 

SALVATORE- spiderbearDonde viven las historias. Descúbrelo ahora