Octubre 2006

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NdA: Aidan al inicio me parecía un niño caprichoso, pero luego de este capítulo sentí que lo conocí mucho mejor y entendí esa fuerza con la que perseguía lo que quería.

Aun me caía mal jajaja pero lo iba entendiendo :P 

Espero a ti también te caiga un poquito mejor

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Aidan fue un niño soñador, se encerraba en su cuarto y diseñaba mundos, coloreaba en el suelo todo lo que su alrededor parecía gris y solitario. Le gustaba el amarillo, el azul color cielo y el rosa de algodón de azúcar. Imaginaba a qué sabían esos esponjosos caramelos, tenía que ser dulce, el rosa era el color de la dulzura.

Luego las mujeres a su cuidado entraban a limpiar, pisaban sus crayones y rompían los dibujos en pedazos al arrojarlos al cesto de basura. Aidan se quedaba sentado en la esquina de su cama, abrazaba sus piernas y se aguantaba el llanto, ya pintaría otras cosas, ya volvería a dibujar. Más tarde, otro día. Alguno de esos tenía que llegar alguien y pensar que era un bonito dibujo, pensar que quedaría bien en el refrigerador de la casa o por lo menos que valiera la pena ponerlo en la pared de su propio cuarto.

Nunca sucedió. El psicólogo decía que ayudarían a su mente, que servirían para hacerlo sentir mejor. Era verdad, incluso si a nadie más le importaba.

A los 14 años su tío arrastró con él al lugar que le cambiaría la vida. La lluvia golpeaba fuerte el parabrisas, Aidan aún no gustaba de ir en un auto, se mantenía con el rostro pegado a la ventana. Así vería si otro auto venía, esta vez lo vería bien, no importaba qué tanto lloviese.

Su tío abrió la puerta del coche y lo sacó sujeto del antebrazo, las gotas tupidas empaparon sus cuerpos en el pequeño lapso que cruzaron dos calles hasta entrar en un alto edificio en la 3er avenida.

El edificio era precioso pero antiguo, se destacaba entre el resto de casas, los tabiques se apilaban dos sobre uno haciendo una pared de encuentros entre piedras y cruces, las marquesinas rojas coronaban cada balcón y los grandes ventanales taladraban los ojos con el reflejo escaso del sol entre las nubes. El elevador en el que entró su tío no pasaría ninguna fase de seguridad, Aidan apretó las correas de su mochila.

—Subiré por aquí—indicó las escaleras, su tío sonrió con desdén.

—No hay tiempo para tus excentricidades.

Jaló de él y lo sostuvo con fuerza, Aidan apretó los puños y cerró los ojos. Pasaría, eran segundos, se mentalizó con eso con todas sus fuerzas. Él podía con eso, ya no era un niño, podía con eso, de pronto su tío lo sacudió con un grito crudo y gutural. Aidan abrió los ojos asustado, el puro terror engarrotando sus extremidades y encontrar el rostro de su tío deformado de la risa, le provocó lágrimas.

—Eres tan patético —río.

Aidan se encogió, avanzó al lado del adulto hasta la puerta de madera desgastada.

Esa fue la primera vez que entró al departamento, al abrir la puerta, la luz del ventanal frontal se coló por debajo de sus pestañas húmedas, se reflectaron en las gotas y Aidan pensó que era el lugar más bonito que había visto.

—Mi imbécil hermano te lo dejó, aunque solo le jodiste la vida—dijo mirando los altos techos del lugar, Aidan no prestó atención porque los oídos le zumbaban, un chirrido horrible hacía eco dentro de su cabeza—. Y como está muerto yo tengo que hacerme cargo de sus lastres.

Aidan asintió sabiendo que el comentario iba dirigido a él, no solo a la casa, entonces una llamada cortó el tenso aire, su tío contestó y se fue alejando hasta la puerta.

—Volveré por ti en un momento —dijo antes de salir por completo.

Entre escalofríos Aidan intentó cerrar el ventanal principal, se puso de puntas, empujó todo su peso sobre los marcos de madera, pero era imposible. El pestillo estaba tan arriba que ni su tío podría cerrarlas.

Buscó algo en lo que subirse, pero el lugar estaba vacío. Tan vacío, tan ausente. No había huella de vida en ninguna de las habitaciones, el sonido de las gotas colándose por el viejo techo acompañaba el crujido de la desgastada madera con cada paso. El lugar se caería en algún momento, iba a desplomarse pedazo a pedazo y nadie lo notaría.

Todos estaban demasiado ocupados, todos tenían cosas más brillantes y bonitas que ver allá afuera. El lugar era precioso, desolador porque a todos les era indiferente. Eran parecidos.

Lo decidió cuando las dos puertas de madera del ventanal se abrieron por el viento y se golpearon entre ellas, esa sería su casa. Ambos se harían compañía a partir de ahora.

Se refugió en una de las habitaciones laterales, solo un mueble estaba arrumbado en una de las esquinas, Aidan probó su suerte, si lograba arrastrarlo al salón principal y subirse en él podría echar el pestillo.

Jaló del cajón tan fuerte que el pequeño mueble se cayó hacia adelante, Aidan entró en pánico al notar que había hecho un agujero en la madera, su tío lo mataría cuando se diese cuenta. Sin embargo, el miedo fue reemplazado por curiosidad, algo brillaba en el fondo del agujero.

Las puntas de sus dedos le picaron con una emoción desconocida, el frío latón tenía una inscripción oculta por polvo: «Contigo en 1929», destrancó la tapadera y el polvo lo hizo estornudar, dos rollos de cinta antigua se revelaron en el interior. Entonces la puerta se abrió y su tío elevó la voz buscándolo, Aidan metió el latón en su mochila y se resignó al regaño posterior.

...

Aquella fue la primera vez que pidió algo, necesitaba un proyector. Su tío dijo que no, la mujer a su cuidado también. Aidan no se rindió, molestó a cada miembro de la casa, los interrumpía en la cena, tocaba las puertas de sus cuartos en la madrugada, se colaba al cuarto de su abuelo y se quedaba encerrado en el armario hasta que el hombre volvía y entonces salía de su escondite para despertarlo. Su abuelo lo reprendía, pero él insistía.

Si quería que lo dejara de molestar, conseguiría un proyector.

Fue su primera batalla ganada.

Cerró persianas para conservar una sola fuente de luz y montó el rollo con sumo cuidado. Más allá del paso del tiempo, no aparentaba gaste por el uso, así que, asumió, no había pasado por muchos dueños.

Encendió el proyector, la emoción llenó su pecho de ilusión, cuando por fin cambió los dos carretes y corrió la cinta, la luz se proyectó en la pared y poco a poco Aidan empezó a ver una toma. El característico sonido de los fotogramas pasando uno detrás de otro en la tira se convirtieron en su nueva banda sonora personal.

La imagen era del cielo de una ciudad, algunos edificios se vieron por el ángulo. La toma se movió errática, quien filmó estaba colocando la cámara sobre un soporte fijo. Y entonces vio a alguien mirando directo al lente, tenía unos bonitos ojos grises, aunque podrían ser de cualquier color porque la película era a blanco y negro, pero Aidan estaba muy convencido de que eran grises y no sabía por qué.

El hombre, que seguro era más joven que su tío, miraba a la cámara con una sonrisa que dejaba ver sus dientes frontales hasta sus caninos, estaba sentado en un banco de madera, tenía puesto una camisa blanca con el primer botón abierto y los ojos de Aidan no pudieron apartarse de un perfecto lunar, justo en la base de su cuello.

Entonces reparó en la mirada, a quien sea que el hombre miraba, lo envidiaba. En esos 14 años de vida, Aidan Wright no sabía qué se sentía ser observado con devoción y amor.

Fue así que Él se convirtió en su rutina, su compañía y su secreto. Era patético que buscara refugio en los ojos de un extraño, pero si era el único lugar en el que podía obtenerlo, Aidan se aferraría a eso con uñas y dientes.

Se había equivocado, si el rosa era el color de la dulzura, el gris tenía que ser el del amor. 

1929 Formas de Quedarme a tu ladoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora