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El auto se puso en marcha, Alex fue guiando al taxista por ciertas calles, miré por la ventana, jamás había estado en este lugar; la gente allí vivía en pobreza extrema, pude ver varios vagabundos, borrachos y drogadictos, me puse nerviosa y creo que el taxista también.

— ¿Puedo dejarlos por aquí? — preguntó con timidez.

— Claro — respondió Alex.

Creí que se molestaría, pero fue todo lo contrario, le dio una generosa propina y descendimos del auto, ahora entendía a lo que se refería con no llamar la atención.

— No te separes de mí.

Con una mano sujetó la mía con fuerza, mientras que con la otra cargaba una bolsa negra que hasta ese momento noté que llevaba.

Comenzamos a adentrarnos entre las calles; mis sentidos estaban alertas, pendientes de todo lo que pasaba alrededor. Las calles angostas no tenían mucho movimiento, apenas uno que otro ... ¿hombre? ¿mujer?, bueno personas en harapos en el suelo, recargados en la pared con la mirada perdida.

Sin duda todo un mundo maloliente, repleto de basura y desperdicios de comida que eran extraídos por gatos. Nada que ver con la parte bonita en la que hasta el momento había tenido el privilegio de habitar.

Paredes desnudas, grises en su mayoría. El único color provenía de los grafitis que expresaban su descontento por el sistema en el que estaban forzados a vivir.

No pude evitar pensar en la película de El Rey León ¿acaso este sería el equivalente al cementerio de elefantes? Con cada segundo que pasaba, mis nervios estaban al borde del colapso. Seguramente no me toparía con ninguna hiena, pero no dudaba ser acechados por delincuentes.

Cada que recorríamos otra calle, miraba a Alex, él se veía tan confiado que era obvio que no era la primera vez que venía a hacer encargos aquí. Pero ¿qué clase de encargos podrían ser? ¿Drogas? Debí haber pedido más información sobre lo que hacía su familia. Me reprendí mentalmente por no preguntar, por darme por satisfecha sólo con saber su "profesión", cuando había tanto por conocer. Empezando claro por los dichosos asuntos que lo habían tenido ocupado antes.

Justo cuando dimos vuelta en una esquina, un hombre de ojos oscuros como la noche, afroamericano quizá, salió de las sombras interponiéndose en nuestro camino con sus probablemente dos metros de altura. Sentí como mi mano se resbalaba de la de Alex por el sudor. No puedo describirles el miedo que ese hombre inspiró en mí. Alex me colocó detrás de él y soltó mi mano con delicadeza, se acercó al hombre, el terror recorrió mis venas, el hombre alzó los brazos.

Por favor, Dios mío, no permitas que le haga daño, pensé.

— ¡Alex! — me sorprendí al escuchar su nombre —. Ya nos tenías preocupados.

Mi boca quedó boquiabierta tras comprobar como ambos hombres se abrazaban cual viejos amigos.

— ¡Hola Walter!

— Joseph, Donald, Betty, Ruth, Alice, vengan a ver quién está aquí.

Un grupo de niños de diferentes edades, parecidos al hombre, salieron como (perdón por la expresión) ratas, desde los rincones más inesperados. Se acercaron a Alex, rodeándolo como en un documental de National Geographic, abrazándolo. Sus caritas emocionadas hicieron que mi corazón se encogiera, mientras la piel se me enchinaba. Los pequeños le gritaban emocionados, lanzando preguntas sobre regalos y chocolates.

Alex me miró y me hizo una seña para que me acercara.

— Sophie, quiero presentarte a mi otra familia — dijo orgulloso.

El sabor de los sueñosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora