Prefacio

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Alguna vez se han preguntado, ¿a qué saben los sueños? ¿Dulce, como caramelo o chocolate? ¿Será por eso que antes de dormir te dicen "que tengas dulces sueños"? O ¿Quizá a algo divertido? Como el polvito de las paletas que explota en la lengua al contacto con la saliva. ¿Qué tal a algo exótico? Por ejemplo, ese sabor que te da al mezclar papas fritas con helado. Algo que parece una locura pero que de alguna forma funciona y deleita algunas las papilas gustativas.

Si me lo preguntan, los sueños no tienen un sabor perse, es decir, no en el estricto sentido de la palabra "sabor". Para mí, los sueños saben a magia, a esperanza e incluso a imposibilidades. Saben a cariño y a anhelo. El sabor de un deseo que se alberga en el corazón y que con cada latido se hace más fuerte, incluso después de despertar.

No estoy diciendo que cuando despierto tengo aliento a menta o hierbabuena, porque como cualquier persona normal, el mío tampoco conserva el sabor de la pasta dental, menos aún después de babear como caracol toda la noche.

Si dejamos a un lado el aliento, con toda seguridad puedo decirles que el sabor que me queda en la boca después soñar es ... bueno, en realidad no hay suficientes sabores para explicarlo, especialmente después de que ÉL apareció.

Desde ese primer encuentro, los sabores se mezclaron con los sentimientos más intensos, fusionando la euforia, seguridad y pasión en algo totalmente nuevo o al menos así fue hasta que ese imbécil lo arruinó. Para explicarme mejor, regresaré un poco en el tiempo, así que vayamos a donde todo comenzó...

El sabor de los sueñosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora