Casa de la Abuela

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Otra vez, esa casa.

Un pasillo largo y sombrío que recorre todo el lugar, haciendo eco con su gemelo en el piso inferior, repitiéndose como una imagen en un espejo. El tragaluz hacia las escaleras una ventana opaca en un domo cansado que no parece filtrar nada más que niebla. Un limbo en medio de la tarde y la noche.

Azulejo blanco y negro que siempre está frío y siempre está callado, comiéndose los pensamientos, los susurros y los murmullos como si fuese un secreto de museo o una regla bibliotecaria. Sin nada más que mis pasos vacíos que solo sé que existen porque los estoy dando.

Silenciosos, como el resto de esa enorme y solitaria casa.

Sola aunque siempre estaba llena de gente. De alguna manera, es y no es lo que está mal.

Fotografías enmarcadas de gente que se supone que conozco por un lado, en marcos de madera que nunca tienen polvo pero que jamás aparece nadie a limpiar contrastando con la pared blanca de en frente que tiene en medio piezas de arte que es difícil saber si son reales o no, llevando consigo la sensación de ser observado por ellas junto con la necesidad de cuidarme la espalda. Siempre allí. ¿Hay algo oculto entre las pinceladas? ¿Sus ojos están buscando otra vez? Ahí adentro del trigo pintado. Aunque no lo pueda ver.

Los alcatraces y la mujer desnuda.
Está de espaldas, pero sabiendo que existo de algún modo. Flores que se mezclan con la sequedad del florero que siempre huele como a talco y a la vida que se esfumó, pero jamás se pudre de entre sus pétalos sin agua. Tallos sumergidos en una oscuridad que siempre temo mirar.

Detrás de mí, la puerta está abierta en la habitación más grande, como si yo hubiera estado ahí antes, sin saber. Apareciendo en el mismo sitio una y otra vez. Pero yo detesto darle la espalda. ¿Hay alguien ahí? No podría verlo si está en la curva de la vuelta, pero dentro de mí, sé que justo ahí no hay alguien.

Esta vez.

Solo soy yo y la casa. La casa y yo. Y lo que sea que la habita. Lo que sea que me busca.

Las fotos pintan a una familia que no existe, sus sonrisas falsas en un evento que no ocurre jamás afuera de la impresión en el papel esmaltado. Abrazos incómodos y arrugas de felicidad inexistente. Por más que los veo, no consigo llevarlos a las personas a quienes pertenecen esas caras.

Máscaras teatrales con la calidad del cine. Con la magia de lo inexistente y la vacuidad del mito.

Ahí no hay nada.

Tres puertas a mi derecha. Dos recámaras y una con un par de portillas gemelas. La última es un armario que esconde toallas y manteles y que siempre, aunque nadie sabe por qué, está tan fría que parece un refrigerador. O una morgue. Siempre pensé que había algo más arriba, pero nunca subí.

¿No había? ¿O había?

Quizás si la abro algo se esté escondiendo allí también. Otra vez.

Su blanco mudo esperando una respuesta que nunca sé. Que nunca alcanzo. Solo existe preguntando en un tono que no consigo escuchar del todo. ¿Qué es?

Una queja viene de las escaleras a la izquierda.

El viejo barandal de madera que cuando yo era niño parecía tan alto reclama atención.

Tan fuerte como un grito en ese lugar desolado. Murmurando bajo el roce de lo invisible. Bajo el peso de lo inexistente. ¿Hay alguien ahí?

Y esta vez sí.

Ahí está ella. La niña rubia.

Su cabello llega hasta su pecho y sus ojos azules están enojados con algo que quisiera con todo mi ser que no tuviese que ver conmigo.

"Pero si tiene que ver. Oh. Claro que tiene que ver."

Y yo sé que es así.

Quiero saber qué es. Quiero entender. ¿Cómo es que eso llegó a ser como es?

Ella ya no está allí, como siempre que parpadeo, pero aún está dentro de la casa. En ese entonces. Ahorita. Cien años atrás. El tiempo no existe dentro de la casa. Solo es un castigo. Solo es un punto suspensivo.

Ella siempre ha estado allí.

Existiendo en el otro lado del pasillo. Nunca sonriendo, excepto cuando es horrible. Excepto cuando uno es niño. Pero ya no más.

Ahora, solo existe entre esas veces, sin palabra. Solo mirando. Solo observando. Solo acechando.

Al otro lado del pasillo.

A un lado mío otra puerta que trato siempre de mantener cerrada se abre. El seguro deslizándose con un sonido limpio que odio escuchar.

*Clic*

Antes era muy pequeño para alcanzarlo, pero igual se abría. Ahora... Ahora parezco abrirlo, incluso cuando no quiero hacerlo.

Siempre está abierta. Siempre quiere estar abierta.

"Baja."

Y lo hago.

Sin querer hacerlo. Siempre queriendo hacerlo. Siempre temiendo hacerlo. Pero haciéndolo, como quiera.

Quiero que me deje ir.

Pero este es su juego, y así es como se juega. Con sus reglas. No hay opción.

Las escaleras están más frías que el resto de la casa y son viejas. Más viejas. Más viejas que todo lo demás.

No hay pintura o material alguno que les de vida. Solo una infinita espiral de escaleras de servicio hechas de concreto y una mano dura que maniobraba con suaves y perfectos bordes de experiencia profesional que solo los años otorgan. Una cadena que es una obra de arte. Un pilar de esclavitud al trabajo. Una oda a lo que y a no está.

Escalón por escalón bajo, donde la moribunda luz amarilla ya no alcanza. Cada vez más frío. Cada vez más extraño.

Hay tierra y un horno hecho de ladrillos. ¿El piso siempre se ha sentido así bajo los pies? Recuerdo haber mirado antes y eso no estaba. Solo la luz que parpadeaba como fuego, pero que todos juraban que no existía. Solo era yo. Como siempre. Yo y lo que nadie más veía.

Estoy sudando y un delantal con volantes blancos suspira mientras me muevo a sabiendas que esas manos no son mías. A sabiendas que ese cuerpo no lo conozco, pero estoy de visita. Habrá que mirar.

"Ven dentro del horno. Métete."

No hay opción. Solo hay que seguir.

La miseria vive ahí.


Y aún así. Voy.



Quisiera no dormir.







Prompt: Sueño Recurrente.


"E" es por las ExcusasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora