Cristal Negro

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Daervo, con sus gentiles ojos violetas, se sentó en vigilia. Tanto como su atención le permitía. Como todas las veces que terminaba su corta travesía por su dominio.

Su trono estaba hecho de ramas decoradas con los obsequios brillantes que sus hijos le traían con orgullo y que él, con más orgullo aún les permitía colocar con paciencia. Sin importar cuántas veces quisieran reacomodarlo. Conociéndolos a todos por nombre y por imagen.

Trató de parpadear, pero el esfuerzo no alcanzó sus ojos. Sus pestañas emplumadas estáticas en la misma posición de siempre opacando sus irises para inclinarlos al negro, mezclando su pupila en una mirada muerta que no tenía nada que ver con su corazón y todo con su disociación hacia la vida común.

No era que fuese negligente con sus criaturas, sus tesoros, sino que prefería confiar en el regalo que les había otorgado al crearlos. Su astucia y su sociedad. Su invisibilidad en la noche y su silencioso aleteo.

Daervo invertía su propio tiempo en rompecabezas y calladas búsquedas de oficio que apenas y requerían su ausencia de aquel fragmento de realidad en el que se encontraba. Su semejanza en un brochazo artístico pintado entre las plumas de su creación.

En su jardín salpicado de cristales como espejos con forma de charcos que le llevaban visiones del mundo que él disfrutaba más sin tener contacto directo, el dios contemplaba todo con la ausencia que solo la divinidad cede. Aislado y lejos en la protección de su bosque inaccesible para cualquier mortal que no fuese bienvenido.

Aunque en verdad alguna vez hacía demasiadas lunas, había gozado de la costumbre de deambular afuera, como cualquier otro dios o criatura, ya parecía más una imaginación que un hecho.

En ese tiempo, había andado de un lado a otro de los pabellones de la sociedad emergente, buscando si ser benévolo o malicioso en respuesta al corazón que se atravesase en su trayecto. Cada paso un enigma para aquellos que nunca podrán entender la voluntad de un dios.

Sin embargo, con ese mismo pensamiento humano y restringido, vez tras vez las personas lo consideraban portador de mala suerte y el más grande augurio de una muerte tortuosa y desventura para aquellos sobrevivientes. Sus rostros teñidos con terror, juicio y odio.

Pánico era lo que exudaban sus poros en un nauseabundo olor que lo hacía arrugar su nariz y mostrar accidentalmente sus pequeños y extraños dientes que apenas y usaba para mordisquear moras, pero que todos juraban era para despedazar carne. Saliendo despavoridos entre gritos que perforaban la oscuridad, asustándolo. Las chispas de aquellas bravas antorchas extinguiéndose con prisa con algo de ayuda de sus criaturas, tratando de salvaguardar el territorio que incluso les daba de comer a aquellos extraños y groseros mortales.

Daervo no estaba obsesionado con su imagen, pero, como cualquier otro dios, sentía un aprecio especial por su apariencia.

Después de todo, los dioses son seres solitarios. Uno solo de la especie que representan. Fuera, no hay nadie más que ellos y en un punto, no queda más que apreciar el reflejo para no sentirse desoladamente solos.

Incluso aquellos que tenían hermanos estaban lejos de ser si quiera similares.

Existiendo por obra de un único molde. Roto al momento de nacer.

Aun así, estos humanos, tan iguales y tan vulgares, le daban un trato tan horrible que él terminaba dudando tanto de su imagen que acabó fabricando un manto con la apariencia de sus hijos. Lo único que amaba más que a nada. Lo único que encontraba suficientemente hermoso para purgar el terror que causaba.

Un par de ojos negros llenos de inocencia y un astuto y útil pico que amablemente repetía los saludos y la paciencia. ¿No era esa una mejor apariencia? Plumas tan negras como la noche sin estrellas, bañadas en un manto de quietud tierna. Daervo escogió la forma de una criatura con un enorme pico que se mezclaba entre las sombras del bosque, permitiéndole ser invisible ante tan groseros organismos. El cuerpo entre las sombras y el rostro de uno de sus preciosos cuervos.

Y a pesar de todo, el dios, aun reservaba algo de generosidad para la humanidad. Tímidamente agachando la cabeza al regalar hechizos de protección a aquellos que eran amables con sus amados hijos.

Sus queridos y plumíferos niños que le hablaban diariamente informándole de sus aventuras a través de cualquier superficie brillante por la cual pudieran reflejarse en su reino, siempre felices de hablarle a su creador. Comunicándole a su padre sobre sus descubrimientos y viajes. Llevándole con su charla algo del mundo exterior que él ya se había cansado de tratar de explorar, obra de otros dioses más valientes que lo que él se podría imaginar.

Usualmente, los dioses protegían a sus creaciones, pero para los cuervos, Daervo era tan tímido y tan, oh, tan solitario, que no tenían otra opción más que cuidarlo ellos a él. Solamente buscando su ayuda cuando estaba realmente tristes o heridos. Siendo acariciados por su mano redentora.

Un voto unánime de la especie por encontrarle un compañero a tan amoroso padre; buscándole en todas las criaturas de la tierra que eran suficientemente amables para cuidarlos a ellos. Probándolos con simples exámenes de bondad, de paciencia y de rectitud. De amabilidad.

Un distintivo dejado en las puertas, en los jardines, cerca para ser encontrados.

Un regalo, para ver si su padre encontraba a aquel ser interesante, viéndole a través de aquella superficie brillante. Una ventana a su jardín.

¿Le gustarías tanto como para hablarte a través del reflejo?

¡Escucha! Un murmullo, por ahí. Justo lo suficientemente alto para percibirlo... ¿Provino de aquel centavo brillante que encontraste tirado en la calle?

Seguro no...

A menos que...


Prompt: Crea un dios.


"E" es por las ExcusasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora