Capítulo 7: La maldición de los Fraser II

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Eleonora no puede respirar

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Eleonora no puede respirar. Se siente desfallecer, la han golpeado y la sal de las lágrimas hace que las heridas del rostro escuezan a medida que arrollan por su cara. La empujan sin ningún miramiento y  la obligan a subir por las toscas escaleras que la llevan hacia donde la aguarda la horca. Su corazón se agita violentamente en el pecho. Está aterrorizada. La turba enloquece cuando la ve sobre el cadalso junto con otros reos.

—¡Bruja, bruja!...

—A la horca con ella. Sucia española...maldita bastarda.

—Traidora...

—Puta... 

Toda clase de obscenidades llegan a los oídos de una aterrorizada joven que no entiende por qué quieren ejecutarla. Si tan sólo la escucharan. 

—Colgadla...colgadla, a la horca con esa maldita ramera.

El alguacil la mira obscenamente. En la celda las otras mujeres le han rasgado la ropa y se han llevado los pocos efectos de valor que le quedaban. El broche de Robert...ella lo lleva escondido en el interior del corpiño y su contacto con la piel la reconforta. Lo saca y se lo entrega al alguacil quien tuerce el gesto despectivo.

—Quiero que se lo entreguen a mi hija Liliana, por favor. Es mi última voluntad.

El representante de la ley toma la joya entre sus dedos regordetes y la mira con desdén. Es una sencilla pieza  con el ciervo del emblema de los Fraser esculpido en plata que el hombre guarda discretamente en el bolsillo de su casaca. La plata le parece lo único valioso de la pieza  de la que podría sacar algún beneficio si la funde. No piensa cumplir la última voluntad de aquella desgraciada. Ella es una pecadora, una fulana, una buscona  que  esta condenada al infierno y no se merece esa gracia. Esa baratija seguro que es un broche robado a algún maldito highlander en  una noche  de lujuria cualquiera. 

Se aparta de ella como si apestara.

 Ella lo mira con aquellos suplicantes ojos, de un verde sobrenatural y él siente un estremecimiento de aprensión y algo parecido al deseo. Aquella mujerzuela lo inquieta y si no fuera porque esta a punto de ser ejecutada y porque  es demasiado tarde para un revolcón le habría dado lo suyo para poner en su lugar a las de su clase. El es experto en hablar  el único lenguaje que ellas entienden. Se recompone, aleja sus pensamientos lascivos y  saca el acta donde empieza a enumerar las causas por las que ha sido condenada a la pena capital. Una vez terminada su exposición le  indica al cura que proceda a dar la extremaunción cosa que ella rechaza. El cura suspira con resignación. Habría deseado aproximarse a ella, por última vez. 

—¡Bruja...bruja, tu alma arderá en el infierno! —exclama una joven apretando con fuerza a su hijo quien  la mira con terror desde los brazos protectores de su madre. Ella lo reconoce, aquel chiquillo había estado a punto de morir de fiebres el otoño anterior y ella lo había atendido y curado.

—¡Jezabel...ramera del demonio!— braman algunos alterados por la actitud  orgullosa de la muchacha.

El verdugo, conocido de la joven, mueve la cabeza compasivamente mientras le pasa la soga por el cuello con delicadeza. Sus ojos brillantes delatan lágrimas contenidas. Es el carnicero del pueblo que se saca una paga extra ejerciendo un oficio que nadie quiere ejercer. Ella sabe que aprecia que sus conocimientos como partera ayudasen a su mujer a dar a luz a sus gemelos.

—No pasa nada...Edward. No es tu culpa — dice la joven intentando aliviar el remordimiento del hombre que es incapaz de sostenerle la mirada. Lleva puesta la oscura y siniestra máscara de los de su oficio, pero la joven sabe su identidad, como todos los del pueblo

Luego pasea sus ojos verdes por la gente que ha venido a presenciar su ejecución, como si fuese un espectáculo. Reconoce entre ellos a la joven que la ha denunciado falsamente, reconoce en sus ojos la satisfacción de verla acabada, muerta...reconoce la maldad en aquellos ojos grises tan bellos;  se ha puesto sus mejores galas y luce con orgullo el tartán de su familia. Está cogida del brazo del tío de Robert, quien heredará todas las propiedades de la familia. Y la impotencia, la ira y la frustración empiezan a bullir en su interior. A aquella turba le importa bien poco que vayan a ejecutar a una inocente. Sin embargo, está condenada, sabe que sus últimos momentos están cerca.

 Dios fue testigo de que los hechos fueron otros.

 Ella no  fue la culpable de la muerte de Robert... Virgen Santa,  sólo quería ayudar, sólo  quería salvarle la vida.  Cuando lo encontró en la habitación nupcial  ya era demasiado tarde. Robert William Fraser, su amor, murió en sus brazos sin que pudiera hacer nada por él.  ¿Quién en su sano juicio mataría a su marido en la noche de bodas?. Aquella noche, sintió que ella moría también con él.

— Espérame, mi amor —murmura con un hilo de voz— ...Ya voy. Luego levanta la vista orgullosa hacia la multitud que aguarda con morbosa curiosidad las últimas palabras de la condenada y ella los mira desafiante.

Entonces lo supo, supo quienes estaban detrás de aquella injusticia.

 Estaban allí, habían acudido como buitres a la carnaza, para regodearse en su obra abyecta. En ese momento es cuando cegada por las lágrimas se dirige a la multitud. No les va a dar la satisfacción de verla hundirse, de rogar por su vida. Algo en su interior arde y  una energía poderosa y antigua corre por sus venas.  Por primera y última vez y con una voz clara, atronadora sentencia:

"Ningún Fraser logrará una vida plena y feliz mientras Culloden Castle se mantenga en pie. La Parca se encargará de restaurar lo dañado: una vida por otra, hasta que las muertes de los inocentes sean vengadas y las almas de los destinados vuelvan a reencontrarse".

Murmullos entre la multitud atemorizada se alzan. Algunos se santiguan, otros miran avergonzados al suelo, presos quizá de algún tipo de remordimiento pues la muchacha es conocida por sus dotes para ejercer la medicina popular y muchos de ellos habían sido atendidos y curados  por ella en el pasado.

En ese momento, el verdugo  acciona la palanca y su cuerpo queda suspendido en el aire tras ser retirada la trampilla.  Nora siente  cómo su cuello se disloca y grita en la noche con los horribles vítores de la turba aún resonando en sus aterrorizados oídos. 

 

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¿Qué me has hecho? [EN EDICIÓN]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora