CAPITULO XVII

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ʟᴀ ʀᴜᴛɪɴᴀ...

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Llegó a Nueva York a finales del verano. Recorrió casi todos los rincones de la ciudad como si tuviera la voz de Pablo como un eco en la cabeza.
Recordaba las charlas que habían tenido sobre este lugar que su esposo tanto amaba. Él había estudiado durante dos años en la misma universidad en la que estudiaba Marizza.

Nueva York.

Era una ciudad vibrante, llena de vida. “La ciudad que nunca duerme” debido al constante movimiento de tráfico y de gente. Marizza había llegado a quererla con el alma. La variedad de idiomas, las diferentes etnias, su expresionismo multicultural, sus espectáculos callejeros le encantaban.

“Te llevaré de paseo por Central Park y después iremos a la quinta avenida, te compraré toda la ropa que quieras”.

Marizza sonrió al recordar sus palabras mientras caminaba por alguna de las abarrotadas calles. Recordó también su frustración ante el poco interés de ella por la ropa.

“Nueva York tiene los mejores restaurantes del mundo, mi amor, te va encantar, lo sé”.

Con lágrimas en los ojos volvía a casa.

Deseaba en el alma haber atesorado más momentos con él. Los días no le alcanzaban para rememorar su vida compartida y sin embargo no le parecía suficiente.

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Se adaptó a la universidad y la rutina de estudios para no enloquecer.

Cavilaba que debía agradecer a Dios la oportunidad de poder estudiar y profundizar en algo el tema que le apasionaba, pero estaba algo molesta con él. No había vuelto a pisar una iglesia desde el entierro de los escoltas de Pablo. Aunque no podía evitar rogarle a Dios que ayudara de alguna forma a su esposo a superar ese trance y que lo mantuviera con vida.

Corría el mes de diciembre.

El otoño y sus hermosos colores habían dado paso al frio invierno. Las luces de colores adornaban la ciudad. Sería la primera navidad que pasaría sola, lejos de su familia. El campus de la universidad estaba tapizado de nieve. Limitaba sus paseos a los fines de semana y a su sitio favorito: el parque Battery ubicado al sur de Manhattan. Caminaba por los alrededores, que estaban repletos de supermercados y mercadillos, donde compraba fruta y quesos, siempre vivía abarrotado de gente. Se sentaba en una de las bancas del parque que daban al rio Hudson y a la estatua de la libertad, se comía un sándwich y se tomaba un café.

Era tan difícil deshacerse del implacable anhelo por su esposo. La soledad la cubría como un sudario pesado y oscuro. Trataba de encontrarse a sí misma otra vez. ¿Pero dónde estaba realmente?

Estaba en la selva, sintiendo el hambre, el frío y la incomodidad de su marido a todas horas del día.
La vida bullía a su alrededor como una de esas luces de bengala de colores que surcaban los cielos en las épocas festivas, pero ella era indiferente a su estela de matices.

Al salir de la biblioteca, y dispuesta a ir por un capuchino a Starbucks, oyó que alguien la llamaba:

—Marizza, Marizza —la alcanzó un joven becario como ella llamado Rodrigo. Era periodista y veían algunas materias juntos. Era un muchacho alto, delgado y de ojos negros.

—Hola Rodrigo —saludó Marizza aterida de frío.

—Vamos por un chocolate caliente. Parece que lo necesitas —dijo el joven.

A marizza le castañeteaban los dientes.
—Está bien —le contestó como pudo.

—Y cuando entres en calor podemos ir a patinar. ¿Qué te parece?

• De vuelta al amor || Pablizza •Donde viven las historias. Descúbrelo ahora