CAPÍTULO XXIII

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ʟᴀ ᴄᴏɴғʀᴏɴᴛᴀᴄɪᴏɴ...

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Mora iba de allá para acá, explicándole al jardinero qué plantas deseaba resembrar en el jardín que bordeaba el área de la piscina.

Sergio estaba leyendo el periódico en una de las tumbonas que estaban alrededor, sorbió el jugo de pomelo, que le pareció algo dulce. Dejó el vaso segundos después, en una mesa. El día no podía ser más perfecto, cielo azul y una ligera brisa que le recordaba que los días de diciembre ya estaban cerca. Dejó el periódico a un lado y volvió la mirada hacia su mujer. Tenía puesto un pantalón de hacer deporte y una camiseta de tiras, acababa de llegar de caminar por los alrededores; estaba despeinada, le corría el sudor por la cara y el cuello, mientras le explicaba a Peter, que trasladaría de lugar las Isabel II.

Sergio no tenía ni idea de a que planta se refería ella, solo estaba pendiente de sus gestos y del tono de su voz. Con una pequeña toalla se limpió el sudor que le escurría por abajo del cuello, y lo único que quería hacer él era saltar sobre ella y llevársela a algún lugar para hacerle el amor de forma tórrida y salvaje, como hacía años no lo hacían.

Al verla así no pensó en su amplia cama o en sus sabanas de quinientos hilos de algodón egipcio, no señor. Le vinieron a la mente moteles, camas deshechas con sábanas arrugadas y sudadas, y música de fondo.

Tenía miedo.

No le gustaban los cambios a estas horas de la vida en que se suponía que debían pensar solo en los nietos y en los viajes.
Ella estaba cambiada.

Y esos cambios lo asustaban y excitaban a la vez.

Mora se acercó con el mismo balanceo de caderas de cuando era una jovencita. Al llegar al lado de él, tomó un poco del jugo que estaba en la mesa y luego se limpió los labios con la punta de la lengua. Eso bastó para llevarlo por un camino de lujuria que no sabía cómo controlar. "A estas horas de la vida", pensó algo molesto.

—¿Qué pasa? —le preguntó ella inocente de los pensamientos de su marido.

—Nada —carraspeó él, mientras volvía a su lectura para ver si podía dejar de pensar en ella. De pronto se acordó—: Pablol llega hoy en el primer vuelo.

—Sí, es mejor hablar con él enseguida. Voy a cambiarme.

—¿Te acompaño? —le preguntó él con voz ronca.

La notó sorprendida por la propuesta. Hacía mucho tiempo que estaban distanciados, sus encuentros eran cada vez más escasos. Lo que alguna vez habían tenido, parecía que se lo hubiera llevado el viento.

—Pablo no demora, espéralo mejor en el estudio, yo iré enseguida—dijo finalmente, alejándose de él.

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—¡Niño! Qué cara tienes —lo saludó nana Hilda al verlo entrar. Pablo sabía que tenía cara de muerto viviente, los ojos rojos y barba de tres días.

—Hola, mi nana favorita —la saludó el tratando de bromear.

—Soy la única que tuviste —soltó ella petulante.

—Por eso mismo, Hildita—le dio un suave beso en la frente y le preguntó—: ¿Dónde está mi padre?

—En el estudio —contestó ella—. Debes cuidarte, no te ves nada bien. Te traeré jugo y comida.

—Gracias negra, pero no tengo hambre.

—¡Ah, no! —contestó ella molesta—. Tendrás que comer así me toque sentarte en la mesa a darte los bocados—. Después de mirarlo un rato, le dijo—: Esa vida en la capital no te sienta, vente pa' tu tierra, niño.

• De vuelta al amor || Pablizza •Donde viven las historias. Descúbrelo ahora