CAPITULO VIII

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ʟᴀ ᴜɴɪᴏɴ…

El sábado siguiente contra todo pronóstico, Pablo la acompañó a la fundación. Marizza no lo podía creer. Le había dado dinero para comprar regalos para todos los niños.

El despliegue de seguridad fue apabullante. La gente del barrio se apostó a la salida del lugar como si hubiera llegado una estrella de cine. Los chiquillos los rodearon y brincaron alrededor de él, felices por su compañía.

Marizza estaba tan contenta de tenerlo en el lugar que casi brincaba con los niños. Minutos después, hizo las presentaciones y acomodó los paquetes encima de una mesa. Varios niños se acercaron y acariciaron los envoltorios. Una de las voluntarias los reprendía. Marizza quería repartirlos después de la lectura de cuentos, pero las caritas ansiosas, la hicieron desistir de sus propósitos y los compartió enseguida.

Michi se acercó a ella en un momento en que Pablo ayudaba a un par de chiquillos a armar unos helicópteros y exclamó:

—¡Es muy guapo tu hombre!

—Sí.

—Se te nota el amor.

Ella soltó la carcajada y se acercó a él, feliz. Después de los juegos se sentaron a escuchar a Marizza.

Pablo la observaba mientras leía el cuento al grupo. Con una dulce voz les relataba la historia de un sirviente llamado Juan. Los mantenía embelesados.

“Juan sirvió durante siete años a su amo, y cuando cumplió el tiempo de su trabajo le dijo:
—Mi amo, ya he cumplido y quiero volver a casa a ver a mi madre. ¿Me da el sueldo?”

No podía dejar de mirarla. Con un sencillo jean y un buzo color negro, zapatillas de cuero color gris y una mochila indígena de varios colores que descansaba a su lado, parecía apenas recién salida de la adolescencia.

—Así es siempre —le dijo Michi—. No entiendo qué les hace. Los hipnotiza, creo que podría estar contando la historia más cutre del mundo y la mirarían igual.

“—Esto de montar a caballo es una broma pesada; sobre todo un animal como este, que al menor descuido te tira y estás a un tris de romperte la cabeza.”

Se oyeron las risas de los niños.

Lo subyugaba el sonido de su voz, el movimiento de sus manos. Era la primera vez que la veía en una actividad diferente a todo lo que compartía con ella. Lo invadió un deseo arrollador que, mezclado con el orgullo, le alteró el pulso.

“Es mía” caviló posesivo al observar las miradas de los chiquillos y la sonrisa que ella les brindaba. “Es mía”.

No quería pensar que sería de su vida donde algo le llegara a pasar. El humilde barrio al que habían ido podría ser un problema a la larga, pero tenía la certeza de que Marizza se rehusaría a dejar el sitio.
Se despidieron una hora más tarde. Los chiquillos abrazaban a Marizza y Pablo se sintió un cretino por tener celos de las sonrisas, los besos y las caricias a los cachetes o a la cabeza a uno u otro chico.

Hicieron el trayecto al apartamento en silencio. Marizza se recostó en su hombro todo el recorrido.

+++

Alquilaron una casa pequeña al occidente de la ciudad en un barrio de clase trabajadora llamado Fontibón. Hasta apenas dos meses atrás había vivido allí una familia compuesta por cinco personas. Simon Perez y Joaquin Arias se instalaron enseguida, al otro día llegaron un par de mujeres guerrilleras que se harían pasar por sus respectivas esposas. En el barrio serían dos parejas de esposos trabajadores de alguno de los cultivos de flores de las afueras de la ciudad. Lo que les había llamado la atención de la vivienda era el pequeño sótano al que se llegaba por una puerta de la cocina.

• De vuelta al amor || Pablizza •Donde viven las historias. Descúbrelo ahora