prólogo: soy... ¿quién?

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A veces el ser humano tiene más dudas en su cabeza que respuestas.

A veces encuentra respuestas que no buscaba y se pregunta cosas que jamás creyó que querría saber. A veces actúa sin pensar o se limita a pensar una y otra vez sin actuar. Otras veces también hace las cosas sin sentido o propósito alguno, y también puede seguir su instinto. En tiempos primitivos la raza humana seguía a su instinto: si no era así, ¿Quién le dijo al ser humano que tenía que trabajar para comer, comer para vivir y vivir para morir? ¿Quién le dijo al ser humano que tenía que mantener relaciones sexuales con el sexo opuesto para reproducirse?

¿Quiénes somos? ¿De dónde venimos? ¿Cuál es el sentido de la vida si al final todos morimos? Son preguntas frecuentes que la raza humana constantemente preguntándose: dudas que no puede resolver. Somos la única especie que vive preguntándose el por qué de las cosas. Y es que la vida es un enjambre de misterios; sería imposible no tener un dilema, ¿No?

Fue en el segundo mes de primavera cuando Felix comenzó a lidiar con la hesitación. A todas horas, desde que abría los ojos en la mañana hasta que los cerraba al quedarse dormido; incluso cuando pintaba en el blanco canvas y su mente debía de estar en un rumbo diferente.

¿Quién soy yo realmente?

¿Por qué no me siento feliz si Dios me ama? Y mi familia también...

¿Es acaso esto lo mejor que Dios tiene para ofrecerme?

¿Por qué no me siento en paz en mi propia piel?

¿Soy lo que ellos dicen que soy...?

Felix dirigió su vista a la línea que hacían el mar y el cielo, sintiendo la cálida brisa abrazar su rostro y sus brazos con gentileza. El océano era un enigma para él, como una persona tan misteriosa que bien sabes que nunca llegarás a conocer del todo. Le hacía recordar que en la vida hay una infinidad de posibilidades, un sinfín de lugares por visitar, personas por conocer y cosas por hacer. No obstante, sabía que la libertad tenía consecuencias fatales; por ende, quedarse en su zona de confort era la mejor opción. Las reglas le garantizaban el paraíso, como siempre decían sus padres.

Posteriormente, volvió a posar su mirada entre el sketchbook que yacía abierto sobre sus piernas cruzadas, en el cual podía apreciarse una pintura con acuarelas a medias. Se trataba de un retrato que le estaba haciendo al mar frente a él, y a su acompañante el cielo anaranjado que presumía una sublime puesta de sol. En el centro de la pintura, donde la arena comenzaba a difuminarse con el océano, estaba un chico de espaldas. Felix solía pintar personas que no conocía, que salían de su mera imaginación. Claro, que cuando sus padres le exigían mostrar sus pinturas, tenía que inventar una explicación que los convenciera de que su creación tenía que ver con Dios y el Cielo, o algún pasaje bíblico.

Decidió que la obra necesitaba algo de contraste, así que -tras dudarlo algunos segundos- comenzó a pintar el cabello del chico de color rojo y la ropa de color negro. Esperaba poder ocultar aquella pintura de sus padres para no recibir un reproche, pues conocía sus opiniones respecto a la gente que se tiñe el cabello y el color negro en la ropa.

Una vez hubo terminado, vio la hora en su reloj de muñeca: eran las seis de la tarde. Sin dejar pasar un segundo, se levantó de la arena caliente, se sacudió un poco la ropa y guardó su sketchbook en su mochila, al igual que sus acuarelas.

Si llegaba tarde una vez más a la hora de la cena, seguramente su padre lo haría rezar por horas hasta quedarse dormido.

...

iniciada el 11/07/23


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