Para Andrea fue difícil comprender el abandono de su mamá, sobre todo que lo haya hecho un día antes de su cumpleaños número siete. La tristeza se volvió ira, el llanto en gritos, la reclusión en arranques violentos. Su vida se ensombreció. Mientras buscaba su propia identidad, también lidiaba con la culpa de no ser normal para merecer el amor de Sofía. No importaron las charlas que se obligó a mantener con su papá; quien, preocupado, la trató de monitorear en la medida de lo posible, y aun así no pudo evitar que parara en la clínica, con golpes y puntadas espantosas, por peleas callejeras empezadas por ella. Nadie comprendía su necedad por hacerse daño, ni siquiera ella misma. Con el tiempo lo atribuyó a la tonta idea de «si me lastimo lo suficiente volverá». Pudo haber muerto y en los pensamientos de su madre ni el remordimiento se hubiera asomado.
Puede que el tiempo le haya dado sosiego o el llanto de su padre en la cena navideña la hiciera entrar en razón, pero lo que no la abandonó fue la aversión por las mentiras. Leoncio lo experimentó en carne propia la vez que se emborrachó, siendo su aniversario de bodas, e inventó que lo hizo como celebración por el éxito que estaban teniendo sus diseños en su trabajo; Andrea lo descubrió unos días después, gracias al cuchicheo de las vecinas. No le habló hasta que lo vio a hurtadillas hincado frente a la mesa de los Santos, ubicada debajo de las escaleras, tenía el rostro empapado en lágrimas y frotaba sus manos entre sí mientras repetía, «mi Señor, dale paz al alma de mi Tesoro». Se sintió una bruja merecedora de la exclusión que llevaba experimentando desde los tres años. A partir de entonces dejó de meterse en peleas callejeras y escolares, y comenzó a portarse bien con los profesores y directivos, logrando obtener su carta de buena conducta para entrar a la preparatoria.
Este precedente hizo que Leoncio creyera en su palabra cuando, después de recogerla en la escuela, le dijera que no tendría clases, ya que la mayoría de los profesores iría por sus cheques a la capital, debido al problema interno de la zona con el habilitado. No era mentira, se convenció en el tiempo que permaneció sentada en las bancas del pórtico de la escuela, irían, pero lo harían por comisiones y durante el receso, y volverían para las últimas dos horas.
El resto del día fue silencioso, incluso tenso. Andrea se sentía una réplica de la desgraciada de su madre. Casi se arrancó el uniforme de encima, tratando de contener la rabia que le producía saberse censurada por quienes debían alentarlos a no agachar la cabeza ante injusticias, porque esa era la definición de escuela para ella. Como una estrella fugaz pasó la idea de prender fuego a las prendas y arrojarlas por la ventana de su habitación al patio de la vecina, no obstante, su papá deduciría que pasó algo y la interrogaría hasta sacarle la verdad; se limitó entonces a morder las mangas de la blusa y a lanzarla con todas sus fuerzas contra el guardarropa de madera, que quedaba frente a la cama, repitió la acción con la falda y las calcetas que le llegaban a las rodillas. Quedó vestida con una licra azul y la camiseta que utilizó para pintar el interior de su cuarto.
De la gaveta, al costado de la cama, sacó un MP3 con unos audífonos negros de gomita conectados. Le subió el volumen al tope y metió la cabeza debajo de la almohada. Con Big in Japan de Alphaville se desconectó.
𓆱𓆱𓆱
Pasadas las diez de la noche, Leoncio subió con una peila de fruta picada y un vaso de limonada. La llamó desde el pasillo y esperó unos minutos antes de entrar a la habitación. Andrea seguía acostada, abrazaba la almohada en posición fetal con la mente perdida en la música, dándose cuenta de la presencia de su papá hasta que le tocó el pie.
A regañadientes le dio un vistazo. Añoraba no sentir culpa nuevamente a la hora de hablar con él. Se acomodó para recibir la merienda; comió despacio y una vez bebió la última gota de agua Leoncio le preguntó si se encontraba bien, si necesitaba algo. En lo más recóndito de sí se formó una palabra, «volver». Apretó las manos. Llevaba tiempo reprimiendo las ganas de pedir permiso para visitar a la segunda persona que no se molestó por su presencia abrumadora, y semblante de «chucho», como solía decirle, mientras deambulaban sobre las piedras del río.
—Quiero ir...
—¿Adónde? —preguntó, animado y acortó la poca distancia; sus ojos brillaban como el de los cachorros al ver a su persona—. ¿A la Michoacana por un helado de oreo? ¿O por unos tacos de canasta?
Percibirlo así fue un puñal en la garganta de Andrea. Guardó silencio tratando de recomponerse y decir lo que, sabía, arruinaría la atmósfera.
—Con Rogelio —susurró, cabizbaja.
La respiración de su papá cambió poco a poco. Lo cierto era que antes del trabajo en Miranda vivieron en el ejido de Francisco I. Madero; fue su primer hogar, asimismo, donde aprendieron a vivir luego del abandono de Sofía.
Ubicada en una loma cercana al río Laventa, se encontraba la casa generacional de los Montero, una de las más grandes de la zona, con paredes de adobe, que tiempo después se reforzó con ladrillos, techo de lámina y piso de tierra. A Andrea le gustaba correr desde la puerta de palos y alambre a la orilla del río, donde llamaba a gritos a Rogelio Calderón. Esa amistad jamás le pareció a Leoncio. El porvenir de la familia, con un padre abusador y una madre alcohólica, no era muy alentador para el niño. Sin embargo, el cariño y respeto profesado a su hija —aún estando lejos y llevar seis años sin convivir, a excepción de las llamadas telefónicas— le daba cierto alivio, pese a ello, Andrea le hizo ver más allá de su ombligo; cuando utilizó la frase «los pecados de los padres no definen el futuro de los hijos», lo hizo reflexionar y entender lo que sea que tuvieran.
Pero entender y aceptar eran dos cosas distintas. Además, dejaron de ser los mocosos que no se sabían limpiar la cola, y jugaban piedra papel o tijera para decidir quién era el primero en bañarse en la tina del patio. Sacudió la cabeza y se levantó. ¿Dejar ir a Andrea con ese muchacho? No podría. Sabía que de hacerlo, su mente no se concentraría en otra cosa que no fueran las ansias por tener noticias de lo que hacen. Caminó de un lado a otro. Estaba en un dilema; ella casi nunca le pedía nada, lo malo era que cuando lo hacía se cobraba todas las que no. Le echó un vistazo: seguía impávida, mirando hacia la ventana. A veces le ponía los pelos de punta por su excesiva indiferencia.
Con ese característico parpadeó cuando recordaba algo útil para la conversación, Andrea añadió: —Se muda.
—¿Qué? —exclamó Leoncio, incrédulo.
—Se va a Tuxtla, y quiero ayudarle a empacar.
NOTITA DE AMOR
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¡Nos leemos el próximo viernes !
Los tqm, Magda 🎈
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A veces es difícil respirar (borrador)
RandomAndrea es una estudiante de preparatoria de último año solitaria, impetuosa y leal a sí misma. Tras el ascenso de su papá en el trabajo y el cambio de escuela, promete mejorar su conducta y comenzar a socializar, pero parece que mientras más busca a...