Prólogo

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Su respiración agitada llenaba el cubículo de paredes blanquecinas que le recordaba lo lúgubre de los hospitales. Miró sus manos, entintadas de rojo carmesí, posadas en su regazo, el brillo de la lámpara sobre su cabeza se reflejaba en las esposas alrededor de sus muñecas. Ardía al roce con su piel, pero más lo hacía el hecho de no haber asegurado el viaje al infierno de ese malnacido.

Tenia el vestido blanco de encaje de flores salpicado de sangre, desde los tirantes hasta el dobladillo de la falda. Algunas gotas adornaban su rostro, entumecido por los golpes propinados por los policías que la detuvieron, brazos y piernas, lo único que se libró fueron las calcetas que sobresalían del par de zapatos negros.

Había perdido la noción del tiempo. Pudieron pasar minutos, horas, incluso días desde que la dejaron sola en ese reducido espacio. La infinidad de documentales sobre investigaciones de asesinatos que vio a lo largo de su infancia y adolescencia le dejaron claro que buscaban intimidarla con la reclusión silenciosa. Realmente le importaba un carajo lo que sucediera consigo misma. En su mente fragmentada su única salvación era la muerte, una que saciara a los demonios que la observaban sin disimulo en cada esquina del cubículo, una violenta para que nadie dudara que pagó todos sus pecados y al fin se podrá reunir con su razón de ser.

El chirrido metálico que produjo la puerta al abrirse no la sacó de su ensoñación, donde un hombre de sonrisa juguetona le extendía los brazos y la llamaba con tal calidez que podría derretir un edificio entero, decía «Tesoro» y ella, a punto de extender sus manos hacia él, sintió un agudo ardor en la mejilla. El agente le había propinado una bofetada, y el escozor se concentró en la comisura izquierda de su labio inferior. Entornó los ojos, pero lejos estuvo de protestar.

Se negó a mirar más allá de las carpetas sobre la mesa, y tampoco le importó el estridente tono con el que comenzó a hablar el hombre detrás de estas.

—¿Eres consciente de los que hiciste, mocosa?

La infructuosa cuestión lo llevó a golpear la mesa de metal que los separaba con la palma de su mano. Disfrutaba observar el estremecimiento que ocasionaba en los delincuentes con el estruendo. Sin embargo, lo único que obtuvo fue una expresión letargosa en la muchacha, lo cual encendió la llama de la ira en su interior. Quería saber cuanto podía soportar.

Jaló la silla resguardada debajo de la mesa, se desplomó en ella y comenzó a golpear la pata de la de la acusada. El ambiente se llenó de constantes tac tac. Por supuesto, no volvió a conseguir la reacción esperada, entonces la sujetó de las mejillas y la obligó a mirarlo a los ojos.

El aspecto rudo del agente, tiempo atrás, le hubiera provocado repelús, incluso mantenerse en alerta constante por temor a ser retenida por alguien así. Llevaba jeans, camisa negra con una calavera descarnada, unos botines hoscos del mismo tono de la camisa y una chaqueta de cuero con adornos de pedrería en el cuello y los hombros, igualmente negra. Ambas miradas conectaron, igual que la energía convergiendo entre el conector y el enchufe; la de él cargada de una furia, que tarde o temprano se cerciorará de transmitirla, y la de ella destilaba pérdida.

—Una sucia rata inmunda como tú nunca debió nacer —escupió, y apretó gradualmente las mejillas de la muchacha.

Esta vez su entrecejo se frunció. Desear que no hubiera nacido era un insulto para la única persona que le abrió los brazos cuando todos prefirieron voltear a los lados, dejándola a su suerte, incluyendo su madre. ¿Cómo se atreve este tipo a ensuciar su memoria?, pensó ella. La rapidez en el movimiento de sus manos entrelazadas, al momento de propinarle un golpe directo a la nariz, se puede considerar inhumano; el agente cayó con todo y silla. Caminó hacia él, lista para seguir dejándole en claro que allí la única rata inmunda era él, cuando entró un policía. La obligó a regresar a su lugar.

De la nariz del agente escurría un hilo de sangre espeso. Se reprendió mentalmente, verla tan ensimismada le hizo creer que podía decir y hacer cualquier cosa con y hacia ella sin tener que preocuparse de recibir algún tipo de represalia. Al final de cuentas una asesina era una asesina. De un manotazo se limpió y volvió a arremeter contra la acusada. Una, dos, tres..., cinco bofetadas. El color trigueño de su piel se transformó en uno rojizo por la sangre que escurría de las comisuras de sus labios y nariz, no obstante, una mueca retorcida se apropió de ella, una especie de sonrisa maquiavélica. En su mente, ese sujeto podría acabar con el calvario de vida que llevaba, sólo necesitaba seguir provocándolo.

—Ojalá no tuviera estas pinches esposas —dijo, desafiante—, para demostrarte lo despreciable que puede ser una rata como yo.

Los golpes continuaron, formando un dejo de lastima en el rostro del policía que permaneció a tres pasos de distancia.

El mundo lleno de violencia fue el pan de cada día en una lejana época para ella. Aprendió a soportar el dolor de los golpes, el desprecio del mundo, el desazón que le dejó saberse odiada por su progenitora, pero lo que nunca se imaginó que tendría que padecer fue la ausencia de la persona con el corazón más grande que Dios pudo crear. Y entonces, mientras seguía soportando el desquite del agente, se dio cuenta que no quería morir. Quería matarlos, a todos esos infelices.

 Quería matarlos, a todos esos infelices

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Capítulo 1 el próximo viernes 💗

A veces es difícil respirar (borrador)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora