7. El monstruo y su bisturí

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El reloj marcó las dos de la mañana y seguían esperando la llegada del patriarca, una especie de regla nunca dicha. No podía ser de otra forma, pues eran observados por el ojo crítico de la ciudadanía de Cintalapa y cargaban el peso de pertenecer a la familia materna del presidente municipal Eduardo Domínguez Zúñiga. Mantener su reputación a la altura de las expectativas colectivas era su único trabajo e Ignacio había fallado.

Sumido en la comodidad del sillón, los pensamientos del muchacho le daban vuelta al discurso que usaría con su padre, este debía ser complaciente sin caer en lo patético, a menos que quisiera sentir ese anillo de graduación atesorado en alguna parte de su cuerpo. Quiso escapar a la cocina, junto a Lupita, pero las uñas de su mamá escarbando en su piel lo mantuvieron encadenado entre ella y Griselda, su hermana mayor.

—Ni creas que te vas a salvar esta vez escondiéndote en las faldas de Lupe —le advirtió Claudia con amargura—. Pudiste refutar todas las mamadas de esa mocosa infeliz, ¡pero no!, tuviste la trompa cerrada. Maldición.

El dolor de cabeza de Griselda hizo que interviniera. No tenía ánimos de presenciar los constantes regaños de su mamá hacia el insufrible de su hermano. Ya era suficiente escuchar los gritos, llantos y reclamos de los pacientes en el seguro, además del cansancio dejado por los dos turnos seguidos que su jefe la obligó a tomar. Pudo ir a su propia casa, beber unos vasos de güisqui o vodka y echarse a dormir, así, sin bañarse o siquiera quitarse el uniforme, de todos modos su esposo estaba fuera de la ciudad y tampoco tendría problema de encontrarla de esa manera. Sin embargo, la soledad le pesaba.

Quitó la mano de su mamá de la muñeca de Ignacio, a quien miró severamente.

—¿Sigues siendo un niño?

—No —contestó, manteniendo la mirada fija en la mesa de centro.

—Entonces, compórtate como tal. Un Zúñiga no teme alzar la voz teniendo o no razón. ¿Cuántas veces tengo que repetirlo?

—No volverá a ocurrir.

—Eso espero —su voz cambió a un tono más relajado y añadió—: Ahora trae un té de manzanilla a mamá y una cerveza para mí.

La mujer de ojos saltones y mechones blancuzcos a la intemperie de su sofisticada coleta alta, entendió la farsa de su hija, pero mantuvo la boca cerrada y observó la espalda de Ignacio alejándose por el pasillo rumbo a la cocina.

Cada espacio en esa casa no era ni muy grande ni muy pequeño, fue construido para hacer sentir a los residentes acogidos, aún si se encontraban solos. Del lado derecho de la puerta principal estaba la cocina y el estacionamiento, del izquierdo el patio trasero, y de frente se podía apreciar el pasillo de la primera planta, ya que la escalera tenía forma de caracol y una barandilla de vidrio, debajo de la curva que hacía estaba el despacho y frente a este la biblioteca, ambas habitaciones eran las más grandes debido a sus funciones. Pero lo que más llamaba la atención de los invitados era el vitropiso de un blanco esmaltado brillante que se asemejaba a una deliciosa nieve de coco bañada con jarabe de chocolate, aunque en ese momento para Ignacio no fuera más que un batidero de mierda.

Cerró con seguro tras entrar. Lupita salió del cuartucho de servidumbre construido a un costado del almacén. Usaba una bata holgada de rosales bordados, sus ojitos brillaban y con una sonrisa cálida, que terminaba de pronunciar sus líneas de expresión, le abrió los brazos. Se acurrucó en su pecho. Con su compañía era capaz de olvidar el enorme problema que cargaba y temía enfrentar, imaginar a su padre resoplando de coraje y despotricando contra cada acción mal hecha desde su niñez era suficiente para incrementar el dolor en el pecho que siempre lo ha acompañado cuando sus aflicciones son demasiadas e inmanejables. Los brazos de la mujer lo arroparon más fuerte, consciente de sus temores, pues lo conocía desde que estaba en el útero de su madre, y no sólo a él, también al resto de su familia.

Después de un rato pidió el té y la cerveza encomendada a Lupita.

—¿No quieres un poco de chocolate caliente, mijo?

—No, nana, estoy bien.

—¿Seguro? —Se alejó un poco y con las manos atrapó el rostro renuente de Ignacio—. Ay, mijo, como quisiera quitarte las penas.

Esas palabras fueron suficientes para romper al muchacho, que con lágrimas en los ojos le contó todo, sus sentimientos por Andrea, su extraña forma de querer llamar su atención y el asedio que le hizo en los baños, aunado a la injusticia sufrida por culpa de su madre y la presión que ella representaba en la escuela. Una vez terminó se puso a llorar amargamente. Lupita le frotó la espalda, atenuando el dolor de su pequeño niño roto, incapaz de retener sus malignos impulsos, víctima de la poca educación emocional que sus padres debieron inculcarle. «Pobre niño», se repitió a sí misma por cada caricia.

—¿Te sentiste bien haciendo toda esa barbaridad? —preguntó, vacilante.

—¡Claro que no! Fue detestable. Me sentí sucio, nana.

«Quizá hay chance».

—¿Y por qué no fuiste sincero con esa niña? Puede que no te perdonara en el primer intento, pero si te hubieras esforzado ella poco a poco habría bajado la guardia.

—¿Tú crees? —Lupita asintió—. De ser así, ¿crees que es tarde para pedir perdón?

La mujer se enterneció y volvió a abrazarlo.

—Nunca es tarde para nada, sólo si se trata de la muerte.

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Al regresar a la sala no encontró a ninguna de las dos mujeres. Se extrañó un poco, pero decidió esperar, era poco conveniente provocarlas, especialmente a su mamá. De pronto toda la casa se llenó de murmullos y pasos. El estómago se le revolvió. La hora a la que tanto temió había llegado y seguía sin estar preparado. De un salto se puso de pie, su padre venía hacia él acompañado de su hermana y su madre a un par de pasos de distancia, y justo como se lo imaginó, la mirada del intachable médico Sacrilegio Zúñiga atravesó su alma. El hombre desajustó su corbata y lanzó el maletín de cuero negro que lo acompañaba a todos lados.

Ignacio no vio venir el puntapié propinado y seguido de un codazo en la espalda que terminó de hacerlo caer. Trató de introducir oxígeno a sus pulmones, pero aquello que en realidad se filtraba le escocía de tal manera que comenzó a rodar en el suelo, fue hasta en ese momento que Griselda lo sujetó para abofetearlo y dejara el ridículo drama. Gustavo rio complacido.

—Miren a este mampo —se mofó con cierto tinte irónico—. Lloriquea aquí y allá, pero nunca acepta las consecuencias de su descarado comportamiento. ¡Ya basta!, estoy harto de mantener a dos huevones como tu madre y tú. Amárrate los justanes que no quiero parásitos en mi familia. Una más y te mato, hijo de la fregada.

Rodeó la sala a fin de recoger el portafolio y perderse en su despacho. Griselda siguió su ejemplo y subió a su habitación, en cambio, Claudia se quedó para seguir reprochando todas las desgracias que el nacimiento de Ignacio provocó en la relación que tenía con su padre... Esa noche no fue diferente de las demás.

 Esa noche no fue diferente de las demás

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NOTITA DE AMOR

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¡Nos leemos el próximo viernes!

Los tqm, Magda 🎈

A veces es difícil respirar (borrador)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora