20. Maldito demonio

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Descender por aquellas escaleras de concreto desgastado en forma de caracol fue como sumergirse en agua helada, la presión en su tórax aumentó, trajo consigo el dolor en sus costillas que en cada paso acrecentaba. El miedo en su torrente sanguíneo buscaba asfixiarla. El contacto visual con el resto de mujeres de miradas ausentes, otras feroces, melancolías, lascivas o indiferentes, hizo que deseara los brazos de su papá, asimismo intensificar en su torrente sanguíneo la velocidad con la que viajaba el miedo. ¿Estaba destinada a podrirse en ese lugar? ¿Buscaría la muerte antes o soportaría los próximos golpes de la vida, consecuencia de sus decisiones inconscientes? Ambas preguntas se colaron y mantuvieron en sus pensamientos de la misma manera en que la neblina bajaba hasta cubrir todo a su paso. Sin embargo, las palabras de Fernando la noche anterior sirvieron para brindarle un poco de esperanza. Ella no era culpable, confiaría en el esposo de su mamá para que lo demostrara, pondría todo de su parte, pues su papá hubiera querido que así fuera. La autocomplacencia no volvería a tener cabida en su interior.

La guardia que sostenía su brazo izquierdo se detuvo al llegar al sendero que divida las dos grandes secciones dentro del penal: la Pochota, lado derecho, los módulos de rehabilitación para aquellas consumidas por adicciones, y el Muro, lado izquierdo, el resto de la población femenina que aún se consideraba "sana" o bien podían encontrarse en etapa de negación. Para asegurarse que los de un lado no se metieran al otro, la Pochota contaba con un cercado de malla, la puerta de acceso estaba hecha del mismo material, sólo llevaba refuerzos con algunos tubos de fierro y mayor vigilancia de parte de los policías, ya fuese presencial o por medio de las cámaras de seguridad. El Muro parecía un fraccionamiento pobre de cualquier ciudad, a unos diez metros de donde estaba Andrea, en diagonal, había un puesto de comida, el cartel colgado en el faldón de la lona anunciaba quesadillas de veinticinco centímetros, órdenes de tacos, enchiladas, garnachas, tacos dorados y empanadas; la presentación del lugar dejaba mucho que desear, pero viendo el sitio en el que se hallaban posiblemente era lo mejorcito. Siguiendo la línea del puesto, lo secundaban vendedores de aguas y refrescos, tiendas de frituras y dulces, después nada, eran áreas libres donde levantaban carpas y ponían mesas para recibir a las visitantes conyugales, según las posibilidades en la que se encontraban los familiares de las reclusas era como se veían los espacios que rentaban, porque sí, dentro del Muro abundaban pandillas que te ofrecían espacios a cambio de dinero o trabajo.

Andrea frunció a la par en que las uñas de la oficial se encajaban en su brazo. Allá arriba la habían tratado bien, pero el jaloneo que siguió al cruzar la puerta de metal y bajar las gradas le dejó claro quien interpretaría el papel de tapete. En sus manos llevaba una mudada de ropa que le dio Gustavo y artículos de higiene personal, así que no se sentía tan desprotegida como posiblemente otras sí.

—Mongo, vente pa'ca —gritó la oficial a una de las presas que transitaba en el límite de la Pochota.

Su suave tez daba la impresión de ser menor que Andrea, más sus ojos perdidos, la cabeza rapada y labios resecos le quitaban el encanto. Se acercó a ellas lento, una pierna la llevaba arrastrando pese a verse en buen estado y sus brazos los mantenía encogidos, a veces se tocaba la oreja o se tallaba un ojo, y nunca miraba a nadie directamente a la cara, cualquier lugar era mejor, ni tampoco dejaba de mover la lengua en el interior de su boca, con los dedos de sus manos parecía jugar con un teclado imaginario.

La mano libre de la oficial atrapó la nuca de Mongo, obligándola a acercarse mucho más, el movimiento inescrupuloso de sus dedos en la piel morena de la presidiaria hizo que el corazón de Andrea se contrajera de impotencia.

—¿Me extrañaste, chiquita? —le susurró al oído, estremeciendo a la muchacha—. Pienso mucho en ti, eh, ojalá este fin pueda visitarte. Ahora lleva a esta perra a su módulo, es el ocho y al rato sube para que te de tus chocolates.

A veces es difícil respirar (borrador)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora