33. Diminuta e impotente

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Terminó ayudando a Lupita partiendo la pastilla y enseñándole a tragarla sin agua. La mujer obedeció con mucha diligencia y al cabo de algunos minutos terminó acurrucada en el rincón de la cama en un profundo sueño y con muchas preguntas respecto a la blusa deshecha de Andrea que se le quedaron atoradas en la garganta. Andrea permaneció a su lado, entre tanto y tanto se aseguraba de que su temperatura se mantuviera normal y tampoco tuviera dificultades para respirar. No supo el momento exacto en el que terminó dormida sentada en el piso con la cabeza recargada en la orilla de la cama y tampoco de cuando le pusieron sobre los hombros una sudadera azul, fue el dolor en los huesos de la cadera hacia abajo lo que la hizo reaccionar antes del silbato para el pase de lista.

Se cubrió con la sudadera y el ardor en la rodilla con el movimiento la llevó a enrollarse el pantalón y mirar la piel lacerada, aparte del cardenal y las abrasiones, había pequeñas astillas incrustadas donde aún se formaban gotas de sangre cada vez que ejercía presión cerca del área afectada. Quitó aquellas con mayor longitud y dejó estar las que sus uñas no alcanzaron y siguió doliendo a cada paso hasta la fila india cerca de la puerta del módulo. Las mujeres formadas le dedicaron vistazos atribulados y recelosos; después de todo nada había cambiado, las miradas seguían siendo las mismas de cuando era niña. Fuera o dentro el fantasma de un vórtice en su ser la hacía infringir miedo en otros sin querer, cosa que nunca le afectó como lo hizo en ese momento, se sintió una hormiga a punto de ser aplastada, diminuta e impotente.

Volvió a la celda luego del pase de lista. Lupita le sonrió al verla entrar, tenía todavía un aire de somnolencia.

—¿Cómo está? —quiso saber. Se mantuvo de pie a razón de evitar friccionar la tela con su rodilla.

La mirada de Lupita repasó la sudadera con los cordones ajustados a la base del cuello, evitando la entrada del aire, luego recorrió el cuerpo escuálido de la muchachita. Ni la comida ayudaba con su aspecto marchito.

—Mejor, mija —dijo; su voz sonó a graznido de pato debido a la resequedad de la garganta. Carraspeó—. Ayer... —Se rascó la cabeza, dudosa. No quería alejarla cuando comenzaba a creer que se sentía cómoda con su presencia—. ¿Estás bien?

Una mujer de trenzas y piel ajada de vida bien o mal vivida, se debatía entre seguir el camino de estatua como lo había hecho durante cuarenta décadas o inmiscuirse en la vida de una niña con la simplicidad de una excusa hueca, como lo era impedir un destino que no era suyo, pero en la cabeza de Lupita el hermetismo del miedo convulsionaba sus sentimientos, volviéndola débil y agónica entre las cadenas de incapacidad que, el infeliz de Calderón, habían enredado en su cuerpo.

La angustia en los ojos de Lupita no pasaron inadvertidos a la mirada aguda de Andrea. Alcanzó su mano en el regazo, era áspera como sólo podían serlo aquellas que habían trabajado toda una vida. Las de su papá también eran así, se suavizaron un poco luego de comenzar a trabajar con el Don. Reprimió una sonrisa y le dió un apretón afectuoso a Lupita.

—No se preocupe, estoy bien.

Con esa mirada entristecida, Lupita no pudo creer en sus palabras. Iba a decir algo más cuando la puerta de la celda fue azotada por la misma persona de siempre.

Esmeralda se desplomó en la cama, cerca de la puerta, cedida a Andrea, su cuerpo se sacudió entero como las alas de un ave al emprender el vuelo, hasta rodar en el suelo. Reía en silencio, mejillas sonrojadas y ojos brillosos; había tomado de más. En un intento desesperado por apagar la llamarada de su piel, se refugió en unos de los tantos brazos acostumbrados a retozar aferrados a su cuerpo mientras se embriagaba y sucumbía a las garras de la inconsciencia. Ni bien el pitido del silbato y el ajetreo en la celda había dado inicio a otro día, su cabeza ya añoraba la caricia de los labios de una morocha a la que se rehusaba a ver de otra manera que no fuera una mera herramienta. Al cabo de unos minutos se recompuso de su ataque de risa, se sentó y dirigió la mirada a la india encamada.

A veces es difícil respirar (borrador)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora