8. Bebé de diecisiete años

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Ver por el retrovisor a su hija acurrucada en el hombro de Rogelio le hizo recordar uno de sus días más felices, y al mismo tiempo sus fallas como padre. La explicación que le dio el muchacho con respecto a sus heridas pudo haberlo convencido, pero el silencio de Andrea no.

Su vida junto a ella era un paralelismo de la vida que llevó con su mamá, exceptuando las deudas de apuesta dejadas por el papá irresponsable que le tocó. Pensó en las infinitas veces que la envejecida mujer le advirtió su destino, con la sabiduría que siempre la caracterizó, importándole poco porque prefirió forjar su camino a oídos sordos y vista nula. La imbecilidad lo acogió. Y allí estaba el resultado, una hija testaruda e impulsiva, la ausencia de Sofía, a quien amó con todo su ser, y la pesadez de los años ajustándose a la soga de su cuello. Sacudió la cabeza. El pasado era eso, pasado, y no importaba lo mucho que se lamentara igual volvería a tomar las mismas decisiones, después de todo su hija era el único obsequio de las mismas.

Bajó la velocidad para estacionarse frente a la terminal de autobuses Aexa y comenzó a despertar al par de adolescentes que no tardaron en seguirlo.

Detrás del empañado vidrio de la taquilla, los saludó un joven de mirada apagada y sonrisa forzada que lejos de hacer sentir pena, incomodaba. Leoncio no permitió que Rogelio pagara el boleto, pues ese sería su obsequio y, al mismo tiempo, disculpa por la bestial impulsividad de Andrea a la que fue sometido. El abordaje a la unidad comenzaría a partir de las ocho y media, es decir, en quince minutos. Algunas personas también esperaban sentadas en la sala destinada a ello, había dos columnas de cuatro sillas empotradas en un tubo que evitaba su robo, en medio de ellas, se alzaba una imponente virgen de Guadalupe con velas y algunos arreglos florales alrededor, el viento matutino agitó el mantel de la mesa en la que yacía y el rosario colgado en sus manos de yeso. Leoncio los dejó en las dos últimas sillas del rincón para ir por unas tortas después de persignarse y, si tenía suerte, traer vasitos de café.

El frío en el rostro de Rogelio aminoró gracias a las pequeñas manos de esa niña de mirada feroz y caireles poco definidos que le robaban el aliento cada vez que sus ojos la detallaban. Ojalá hubiera una posibilidad de quedarse a su lado, de ser alguien digno, pero lo cierto era que su pasado los condenaba a un abismo de incertidumbre. ¿Qué pasaría si un día apareciera su madre y llegase a lastimarla por su aflicción de conseguir algo para embriagarse?, ¿o loca de rabia, porque encontró una familia que le brinda amor, decida arrebatársela? Sólo de pensarlo le recorría un malestar horrible en el pecho. Si la quería con él, primero debía reconstruir los trozos en los que se convirtió en el seno de esa familia podrida que le tocó. Volvería y la buscaría para nunca más soltarla, Andrea era su destino.

—¿Por qué Tuxtla? —preguntó ella apretando sus mejillas de a poco—. Aún te puedes quedar con nosotros. No creo que mi papá se niegue a conseguirte un espacio en su trabajo.

Quitó sus manos y las enredó con las suyas.

—¿Recuerdas a Chucho Gálvez? El cojo de mi salón.

¿Cómo sería capaz?, si fue el causante de la expulsión de Rogelio en la secundaria. Aparte de lanzarse a él con puños y patadas, le deseaba todo lo malo del mundo por ser tan desgraciado. Sin embargo, ahora lo que ocupaba sus pensamientos era lo que saldría de la boca de su amigo.

—La semana pasada se comunicó para ofrecerme chamba —añadió, ausente—. Es trailero de la compañía Koman y surgió una vacante. Al principio dudé, pero el varo es demasiado atractivo para ignorarlo.

Andrea asintió. Entendía su situación y no se sentía con el derecho de oponerse a la decisión que ya había tomado, pero, ¿en serio iba a confiar en alguien que le robó la única oportunidad de superarse? Y, como siempre, su lengua se lanzó al ataque, igual que su cuerpo a la violencia.

A veces es difícil respirar (borrador)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora