24. El trueque y sus reglas

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La somnolencia de Andrea se vio interrumpida por un estruendo metálico proveniente de la puerta que separaba las celdas de castigo de las escaleras que conducían a población. Miró a su alrededor, estaba desconcertada porque no importaba qué tan cansada se sintiera, siempre escuchaba la bulla de las demás mujeres encerradas ahí cuando una de ellas comenzaba a fastidiar, y seguido de esto las enfermeras o guardias entraban a poner orden. Pero tal parecía que esta visita no era para calmar nada, sino con un propósito diferente que, quiera o no, le puso los pelos de punta. Se asomó por la pequeña rendija de la puerta, el único espacio con el que podía reconectarse con el exterior, la guardia se abría paso para dejar entrar a una de las enfermeras, era la que mejor trato le había dado y de la que aún desconocía su nombre, entre sus manos llevaba una mudada de ropa cuidadosamente doblada y encima unas sandalias de pata de gallo. Una de las que estaba allí regresaría y, en el fondo de su ser, deseo no ser ella.

Se apartó de la puerta y esperó con un nudo atravesado en la garganta. La idea de volver al hoyo de ratas donde casi muere le provocó arcadas y una tremenda angustia que, aparte de cuando buscaba a su papá, nunca había experimentado. Todo su cuerpo estaba tenso, los pasos al otro lado se escuchaban cerca de su oreja, ese sonido y el de los latidos de su corazón comenzaron a sofocarla, la tráquea se cerraba y el oxígeno comenzaba a extinguirse. Retrocedió de manera brusca, chocando con la orilla de la cama. Su visión comenzó a llenarse de motitas negras que poco a poco se transformaron en manchones cada vez más grandes. Era cuestión de tiempo para que cayera desmayada por el ataque de pánico que experimentaba.

Leticia, por su parte, se regocijaba ante la victoria que esa misma noche en que habló con el licenciado Gustavo tuvo lugar. No sacó a colación lo de los cedes porque sería firmar una sentencia de muerte, se limitó a ponerlo al tanto del atroz ataque que sufrió Andrea a manos de la Legión acompañado del registro médico que ella misma redactó, tal vez no pudiera usarse como una prueba fehaciente, pero de referencia sí. Gustavo llamó a un tal Marcos, a quien le transmitió la información, quedando de verse en ese momento. Se despidieron no sin antes intercambiar sus números de teléfono, ya que el hombre aseguraba que esa misma noche todo quedaría resuelto. Y así fue, un par de horas después le informó que el juzgado giraría la orden de cambiar a Andrea de módulo en la mañana. Por eso estaba allí, llevaría a Andrea a su nueva estancia y le advertiría sobre las posibles represalias por parte del director y sus compinches.

Al abrir la puerta se encontró con una escena que le encogió el corazón. Andrea se encontraba sentada en la cama, ambas manos aferradas a su estómago y la espalda encorvada como si fuera a vomitar, todo el cabello le caía en la cara por lo que desconocía su expresión, pero podía imaginarla: aterrada.

Y no se equivocaba, los pensamientos de Andrea volaban alrededor de las atrocidades de las que sería víctima en cuanto pusiera un pie en el módulo ocho, haber escuchado la puerta de su celda se lo dio por sentado. Otra arcada. Otra punzada en el pecho. Mientras lidiaba con contener sus tempestivas emociones, sintió las manos de esa enfermera sobre sus brazos, poco a poco se fue enderezando. Ver la preocupación en el rostro de la mujer le brindó cierto alivio, no era la única penitente allí. Sin dudar, se abalanzó sobre ella en un abrazo suplicante.

—No me lleve.

El corazón de Leticia empequeñeció aún más. No tuvo palabras para expresarle que todo estaría bien, al menos no en ese preciso momento. La lengua se le enredaba con las punzadas en su pecho.

Pobre niña. Ay, mi pobre niña...

Acarició con sumo cuidado el grasiento cabello de Andrea, la calidez implícita en estas fue calmando la angustia en el interior de la muchacha, al cabo de unos minutos las dos ya podían respirar sin que esto supusiera una dificultad. Se sentó a su lado, la ropa y las sandalias, por la intempestiva escena que encontró, yacía esparcida en el suelo. Miró con detenimiento cada rincón de aquella celda, era una pocilga en la cual nadie debería siquiera poner un dedo, pero allí estaban, en silencio y con tantos pensamientos reverberando caóticamente en sus interiores. Para Leticia trabajar en ese penal cada día se volvía una grandísima calamidad.

A veces es difícil respirar (borrador)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora