La fuerte brisa alejaba los vapores del asfixiante calor, el sudor corría por la espalda de Fernando y su cabello se sentía húmedo, la sensación de tener hebras pegadas a las sienes y la nuca lo llevaba a rascarse a cada cinco segundos, enrojeciendo e inflamando la piel. Ignacio y Santiago experimentaban la misma incomodidad.
Yacían todos sentados en el borde de las jardineras fuera del juzgado, bajo la sombra de frondosos almendros, esperaban el veredicto del juez y, con esperanza, quitarse algo de peso de encima; no los dejaron entrar porque al juez le pareció «poco adecuado», según sus propios palabras, que acudieran, lo cierto era que para obtener tal derecho debían pagar por él.
Sin saberlo, Ignacio creyó que había sido una treta de su padre, pero luego reparó en que ya nada podía hacer y tampoco se arriesgaría a ser vinculado con un campesino impulsivo y violento, no después de que Calderón hubiera aceptado agarrar a fuetazos a su propio hijo. Por desgracia, no sucedió lo mismo con el resto de acusaciones. Quedó más conforme cuando Fernando le dijo sobre la compensación a pagar para el derecho a lugar en el juicio, mismo que decidió no pagar, pues le preocupaba su reacción al volver a ver a su agresor. Lo entendió, después de todo ni él mismo se había puesto a pensar cómo se sentiría en caso de volver a verlo.
Dieron las tres de la tarde y la fiscal Benavides seguía sin aparecer entre aquellas puertas de vidrio sensibles al movimiento. Santiago, irritado por el sarpullido en el cuello, se acomodó en una jardinera más angosta cerca de la entrada a los juzgados, cada que se abrían las puertas el frescor del aire acondicionado lo relajaba; Ignacio se acostó y Fernando caminó entre las jardineras para despejar su cabeza embotada.
«¿Por qué tanta tardanza?», se preguntó al llegar al extremo donde se veían las enormes y altas bardas de lo que vendría siendo el centro penitenciario para hombres. Su atención se cortó de tajo con el timbre del teléfono. La persona que llamaba era su madre. Los dedos le temblaron y tragó duro antes de atender.
—Buenas tardes, mamá —dijo, tratando de escucharse irritado.
—Hijo, ¿estás libre este fin de semana? —Doña Rosa seguía conservando el temple lejano y frío con el que había criado a sus dos hijos, evidente incluso a través de una llamada telefónica.
—¿Pasó algo?
Hacía años que no preguntaba por sus planes, si acaso se acordaba de su existencia, lo llamaba para informarle el lugar y la hora en que conmemorarían al abuelo y si no, entonces Fernando hacia lo de siempre, dejarle un ramo de petunias crema en el cementerio y quedarse allí hasta el atardecer. Nunca se molestó en asistir a esas conmemoraciones, las fiestas no eran del agrado del abuelo en vida, entonces, ¿cuál era el objeto de dicha fanfarria?
Fuera de todo eso, ya había pasado el cumpleaños y faltaba mucho para el aniversario del fallecimiento del abuelo.
Escuchó a su mamá suspirar y se estremeció. No podía ver su rostro, pero imaginó los labios fruncidos en una línea y la severa mirada de exasperación que cada día lo recibió al regresar de la escuela durante doce años.
—Tu tío Mateo quiere verte.
—¿Ya regresó? —La incredulidad impregnó la voz de Fernando en contra de su voluntad.
—Sí. Te quiere ver el domingo antes de seguir con su viaje. Ya le di tu dirección.
—¿Qué viaje? —Se rascó la nuca con fuerza, dejando arañazos que no tardaron en escocer por el abundante sudor de la piel—. Quiero decir, ¿tan rápido se irá?
Otro suspiro del otro lado de la línea.
—Lo conoces mejor que yo.
Y colgó.
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A veces es difícil respirar (borrador)
LosoweAndrea es una estudiante de preparatoria de último año solitaria, impetuosa y leal a sí misma. Tras el ascenso de su papá en el trabajo y el cambio de escuela, promete mejorar su conducta y comenzar a socializar, pero parece que mientras más busca a...