Con el tiempo aprendió que la relación con sus padres podía ser cualquier cosa menos sana. Lo hizo a punta de tropiezos, pedradas y juicios morales que a diario lo acompañaron en su ida y vuelta de la escuela. Entendía la ponzoña en los susurros, porque en cada poro de su piel también le palpitaba el sentimiento. Quería tomar la piedra más grande del río y estrellarla contra la cabeza de alguno de los dos, esperando que el otro reaccione y opte por enmendar la porquería de vida que llevaban. Sin embargo, imaginar el futuro le resultó aterrador.
En medio del fango encontró una roca firme de la cual sostenerse, y lo hizo creer que su existencia no era tan mala.
Apareció una tarde que el sol quemaba incluso en las sombras. De su mochila una cuarta parte del libro del Atlas se pavoneaba al compás de sus pasos, el sudor le escurría por el cuero cabelludo a la nuca, frente y los costados, y, aunque faltaba para entrar a los cambios que ofrecía la pubertad, ostentaba un peculiar bigote de gotas saladas que limpiaba a cada cinco pasos. Los escasos árboles alrededor de la carretera se volvieron su escudo y área de descanso. Una vez logró divisar su casa en la loma, decidió descansar en la roca apoyada al guanacastle. Al acercarse, entre las raíces, yacía acurrucada una niña de cabello espantado, similar al de un nido de pájaro, se abrazaba a sí misma con fuerza y por sus mejillas corrían hilos de lágrimas que terminaban acumuladas en la unión de sus antebrazos; por la cantidad, dedujo, llevaba tiempo llorando. Rogelio desvió la mirada y se sentó con sumo cuidado para no alarmarla con su presencia.
Trató, de verdad que lo hizo, pero al final su lengua descontrolada y viperina tomó el control. El poco tacto y la frialdad de la pregunta desconcertó a la pequeña.
—¿Tus papás también te pegan?
El recuerdo de Andrea cuando su papá le pintó los pies y los pegó a la pared para dejar sus huellitas impresas fue lo único que pudo relacionar con las palabras del niño. Apretó los labios, ahora, enfadada por lo tonto que era al creer eso un motivo suficiente para llorar.
—¿O fueron tus compañeros de clase? —añadió Rogelio, pensativo.
Las dos situaciones se volvieron cicatrices profundas en el alma de Rogelio. A diferencia de otros niños, no tuvo un hombro dónde recargarse y poco a poco su piel se fue endureciendo y sus oídos ensordeciendo. No era la primera vez en fijarse en el llanto de otro, los mocosos de kinder lloraban por todo y eso le desesperaba, pero el de la niña a su lado lo sintió tan suyo. Pensó «Mi dolor es su dolor», lo que generó una ola de ser lo que nadie fue con él.
En cambio, Andrea se limpió las lágrimas de un manotazo y se puso de pie, con las manos en la cintura lo encaró, a fin de dejarle claro que esas payasadas sobre los papás jugando no eran razón para llorar. Quedaron columpiándose las palabras en la punta de su lengua, los brazos del niño tonto fueron el acaboce de su posible hazaña. Tardó en asimilar el cúmulo de sensaciones desbordantes de su pequeño organismo, más no reaccionó violentamente como venía haciendo los últimos meses. Cada palmo de él le pedía a gritos compañía y el silencio imperturbable que sólo la tranquilidad era capaz de obsequiar. Sus brazos siguieron pegados al resto de su cuerpo unos minutos, luego uno rodeó la sintiera del niño y con la otra le frotó la espalda, de vez en vez añadió un par de palmaditas, como diciéndole «Aquí estoy».
Puede ser que la estatura de Andrea nunca haya superado la de Rogelio, pero la fuerza de su presencia fue lo que lo mantuvo consciente sobre las aspiraciones a las cuales aferrarse.
Con los años comenzaron a forjar su carácter. Sus ojos vacíos se llenaron de sonrisas, los de ella de indiferencia, y, aun así, aprendieron a convivir. El camino que recorrieron juntos era de los recuerdos que añoraban repetir pese a la distancia que el padre de Andrea impuso al llevársela a la cabecera, y contrario a la fractura esperada en amistades a distancia, la de ellos creció, acuñando, a su vez, otro sentimiento más complejo. No obstante, aquello que los acompañó, a comparación de la revolución en el pecho de Rogelio esa noche —similar a un campo plagado de bombas activándose una tras otra sin parar—, prácticamente era un pellizco.
Le fue imposible mirarla a los ojos, pues sólo con ver sus manos creyó que la cara se le caería de vergüenza. Regresaron en silencio a la orilla del río. No sabía qué decir, buscaba en cada rincón de sus entumecidos pensamientos alguna frase que los sacara de ese bochornoso silencio y, al mismo tiempo, maldecía no haber contado los motivos que lo orillaron a irse la última vez que hablaron.
Lo que un día los unió, pasó a ser un agujero negro dispuesto a engullirlos.
Andrea quitó la mano que tenía aprisionado su antebrazo, y tomó distancia. Seguía procesando lo visto a través de las cortinas traslúcidas; escenarios descabellados la flagelaban, asimismo las incontrolables ganas de reclamarle a Rogelio su falta de confianza.
—No me dijiste nada —susurró, dubitativa.
Los hombros de Rogelio se encogieron, dándole un aspecto lastimero.
—¿Decirte qué?, ¿lo puta que resultó mi madre? —su tono de voz permaneció neutro—. No creo que a nadie le haga gracia platicar una faceta así.
—Nadie platica sus problemas porque le haga gracia, lo hacen para no morir aplastados por el peso que estos significan.
Su vista se cubrió de una fina capa de lágrimas.
Hubo varias ocasiones que intentó desahogarse, comenzar con la mínima desfachatez de su madre y concluir con el nuevo método que halló para costear su adicción al alcohol, pero, ¿qué derecho tenía? Los hijos eran los menos indicados para juzgar, así que tomó el camino menos espinoso: pedir a Dios le diera sosiego. Pasaron los meses y su conducta promiscua empeoró. La poca paciencia de su padre se agotó, yéndose a la capital para olvidarse de ambas existencias que únicamente le estorbaban. Ahora era él quien se iba, con fantasmas y remordimientos sobre sus hombros, en busca de una vida menos dolorosa, menos incierta.
Inmerso en sus planes, dejó la puerta entreabierta hacia Andrea en espera de, algún día, estar a la altura para confesar sus sentimientos sin temor a ser rechazado por su procedencia. No obstante, bastó menos de un minuto para que la falta de comunicación derrumbara todo.
—¡Tienes razón! Y también lo hacen para sentirse menos miserables, ¿verdad? Justo como tú.
—No te pases de pendejo —le advirtió Andrea.
Tal término le quedaba corto. Desesperado por resguardar su orgullo herido siguió atacando.
—Pendeja tú qué finges ser un témpano de hielo y por dentro estás al borde de la muerte desde que te enteraste de la nueva familia de tu mami.
El puño izquierdo de Andrea fue directo a su mandíbula. No le dio tregua, en cuanto su trasero tocó el suelo se abalanzó sobre él y continuó golpeándolo hasta cansarse.
NOTITA DE AMOR
¡No se olviden de comentar lo que les pareció el capítulo! Me encanta leerlos. Y de paso, tampoco de darle me gusta y compartirlo con sus amistades para que la historia de Andy no muera en el olvido 💗✨
¡Nos leemos el próximo viernes!
Los tqm, Magda 🎈
ESTÁS LEYENDO
A veces es difícil respirar (borrador)
RandomAndrea es una estudiante de preparatoria de último año solitaria, impetuosa y leal a sí misma. Tras el ascenso de su papá en el trabajo y el cambio de escuela, promete mejorar su conducta y comenzar a socializar, pero parece que mientras más busca a...