El insistente tono de llamada lo obligó a dejar solo a Coqui con uno de los pacientes. Una vez en el pasillo y a varios metros lejos de la habitación tomó la llamada. Era un número desconocido.
—Doctor Arteaga para servirle. ¿Con quién hablo?
—Señor Fernando, soy Felipe —le respondió una voz fatigada.
Se apretó las sienes con la mano libre. Trataba de recordar a algún paciente reciente de nombre Felipe.
—¿Felipe qué, disculpe? —preguntó al no conseguir recordar a nadie con ese nombre.
—Felipe Moguel, señor, soy trabajador de su suegro.
Ah, el portero de la hacienda.
—Claro. —Recargó el hombro en la pared a su costado y cambió el teléfono de oreja—. ¿En qué lo puedo ayudar, don Felipe?
El hombre del otro lado de la línea dudó en exponer la situación, temía ser responsabilizado por todo lo suscitado después de haber dejado entrar a dos policías haciéndose llamar amigos de la familia a la hacienda por orden de la señora Griselda. Cerró los ojos, envalentonándose.
—La policía se llevó al joven Ignacio y al capataz. —Apretó el respaldo del sillón para calmar el temblor de su mano—. La señora Griselda está durmiendo y exigió que se le dejara en paz y los patrones siguen sin responder las llamadas. Usted es al único que puedo recurrir, de lo contrario esto se volverá un circo mañana que todos lo sepan.
Con el corazón en un puño se quedó absorto en la penumbra de la clínica, sus ojos buscaron el titilar del foco al fondo del pasillo. Su día a día consistía en entrar y salir de la oscuridad de sus pensamientos una y otra vez hasta que los sesos le dolían; agachaba la cabeza, tomaba aire y continuaba. Siempre hacia adelante, no importaba a dónde lo llevaran sus pasos ni qué dificultad debía enfrentar. Como ahora.
Se aclaró la garganta. No había percibido el nudo en este tras escuchar el nombre de su esposa.
—¿Sabe adónde se los llevaron? —Su voz careció de emoción.
—Al ministerio público, señor.
Otra vez ese maldito lugar.
—Gracias, don Felipe. Me haré cargo a partir de ahora. —Se giró y comenzó a caminar de regreso con Coqui—. Ya no necesita seguir insistiendo a mis suegros, seguramente están muy ocupados.
—Como diga, señor. Muchas gracias.
Colgó y se quedó viendo un rato la pantalla de su teléfono, su dedo acarició las teclas bombachas del teclado. Tal parecía que el Todopoderoso les había sonreído después de dos semanas tratando de interrogar al capataz. Andrea lo había señalado como el verdadero responsable de la muerte de Hugo Gutiérrez. Por un motivo u otro siempre se hallaba fuera y tampoco podían obligarlo a presentarse en el ministerio público porque no había ninguna pista que lo involucrara en el caso y el procurador ignoraba sus palabras, para él Andrea era culpable. Este podría ser su único chance.
Marcó el número telefónico que se sabía de memoria y siguió de largo, rumbo a su consultorio. Al tercer tono respondió una voz áfona.
—Estoy ocupado.
—Tengo noticias —se apresuró a decir—. Ocurrió algo en la hacienda de mis suegros, al parecer hizo algo el capataz, o Ignacio, y se llevaron a los dos al ministerio público.
Gustavo asintió ante la revelación. Por fin podrían hablar con ese hombre.
—Muy bien, Fer. Te veo allá entonces. —Sonó más animado.
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A veces es difícil respirar (borrador)
DiversosAndrea es una estudiante de preparatoria de último año solitaria, impetuosa y leal a sí misma. Tras el ascenso de su papá en el trabajo y el cambio de escuela, promete mejorar su conducta y comenzar a socializar, pero parece que mientras más busca a...