34. Intimidad I

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—¿Cuando mierda piensas bañarte, puerca asquerosa? —le preguntó Esmeralda a una Andrea recién levantada de una breve siesta.

Llevaba cinco días sin bañarse y no era porque los golpes en la cabeza le hubiera reseteado el sentido de higiene, sino que le aterraba imaginarse con otras once mujeres metidas en las regaderas como dios la trajo al mundo y, además, el frío se volvía más intenso conforme se acercaba enero. Prefería pudrirse en vida.

Continuó con su labor de doblar el edredón de jaguar, cortesía de Gustavo el domingo que llegó a visitarla y pudo comunicarle lo de la cámara trasera del DIF, también le entregó una bolsa repleta de conjuntos deportivos idóneos para la época de año y otros productos de higiene personal; lo agradeció, pues el frío roía sus huesos, aunque también sirvió de escudo contra la peste de chivo regodeándose en cada poro de su ser. Aparte de ir a pintar al módulo tres, se la pasaba sentada en el pasillo de su piso remendando las prendas que Lupita, Esmeralda o algunas muchas del mismo edificio le llevaban, lo que disminuyó el trabajo de sus glándulas sudoríparas.

Si Esmeralda se dio cuenta fue por las salpicaduras de pintura en el abdomen, las fue notando mientras se cambiaba de ropa todas las mañanas.

Las cejas fruncidas, los labios apretados y los brazos cruzados sobre el pecho, la hacían ver como un capitán encabronado por la ineptitud de su cuadrilla.

—Carajo. No pienso permitirte seguir en esta celda si no te lavas.

Andrea ignoró la advertencia y trató de alcanzar la caja de hilos y agujas bajo su cama, préstamo de Esmeralda; antes de que pudiera sujetar alguno de los extremos, tiraron de su codo y la hicieron retroceder, quedando cara a cara con Esmeralda. Un escalofrío le recorrió el cuerpo, haciéndose más vividos en las heridas y magulladuras. Forcejearon un rato que para Andrea se le antojó eterno. Esmeralda parecía decidida en hacerla bañar, aunque eso implicara encargarse ella misma.

—Maldita seas.

Rodeó la cintura de Andrea con el brazo y se la subió al hombro, hizo acopio de toda su paciencia mientras recibía manotazos en la espalda y gruñidos de protesta, las pataletas las había reprimido inmovilizado las piernas con el brazo que le quedaba libre, de lo contrario la habría lanzado escaleras abajo. Así la arrastró hasta las regaderas, una caminata larga desde el módulo; atravesaron el cerco de mallas, donde alguna vez Andrea defendió a Concepción, hasta su final, donde doblaron a la derecha y otra vez a la derecha, se metieron en una especie de callejuela, por detrás de la hilera de módulos que se extendía frente a ellas, allí, a la mitad, había un edificio cuadrado de apenas la mitad del tamaño de un módulo. A un costado de la doble puerta había una pila de cubetas, Esmeralda quiso agarrar una, pero temió que la sabandija se le fuera de las manos, sólo le quedó torcer la boca y empujar una de las hojas de la puerta doble con las nalgas de Andrea.

Atravesaron el pasillo curvo que las condujo a las regaderas, la humedad había ennegrecido las esquinas de las paredes y comenzaba a extenderse hacia el centro en líneas indefinidas que más que líneas lucían como manchones de pintura de niños de tres años. Las regaderas fueron distribuidas en grupos de doce, cada grupo formaba un rectángulo bordeado por cemento que alcanzaba a cubrir de la cintura para abajo, y de donde sobresalía la tubería que sostenía la cabeza de forma redonda. Las entradas a las regaderas eran pequeñas, de menos de un metro. Dos de los grupos quedaron de frente y el tercero en el centro, al fondo del edificio. La humedad en el pasillo era nada comparado al que se adhería a las paredes del interior, los tubos y las perillas estaban carcomidos por el sarro y en las esquinas del techo y suelo se gestaba moho verdoso. El olor a humedad y la visión repulsiva tiró del estómago de Andrea hacia abajo y lo retorció de forma compulsiva, creyó quedarse sin aliento hasta que la curiosidad le brindó minutos de alivio.

A veces es difícil respirar (borrador)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora