26. El mundo es tan pequeño como un posillo

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No tenía ropa ni ningún otro tipo de pertenencia más allá de un cepillo de dientes y una pasta que le entregó la enfermera Leticia. Yacía sentada con las piernas cruzadas en medio de la cama mullida. Desde allí tenía una visión completa del pequeño cuarto. La litera estaba en el fondo y la cama de Esmeralda a un lado de la puerta, en los rincones había de dos a tres colchonetas dobladas a la espera de ser usadas por alguien, o más bien por las clientas de Esmeralda. Vivían tres allí, pero se sentía que lo hacían diez o quince y eso le generaba cierto ardor estomacal que subía por el esófago, caliente e irritable.

Desde su llegada, la señora en la cama de abajo de la litera no se había movido, parecía una estatua si no mirabas con detenimiento el leve movimiento de su espalda al inhalar y exhalar. Y Esmeralda se esfumó unos minutos después de que regresara de despedir a Paloma. Le dedicó una mirada fría, de esas usadas por madres cuando quieren regañar a sus hijos pero están en público.

En medio de tanto silencio, su mente buscó el recuerdo de su padre, cosa que no había permitido ni siquiera cuando estuvo al borde de la muerte, en una circunstancia como esa la habría hecho desistir de aferrarse a la vida, después de todo, los brazos de Leoncio eran azúcar en medio de tanta amargura. Sólo que esta vez, la necesidad de su corazón era tal que no pudo controlar los recuerdos apilándose.

El calor de su cuerpo, su sonrisa torcida, sus ojos centelleantes cada que la miraba, era como tener un mundo de sonrisas en cada ojo, y esa calidez con la que escuchaba lo que sea que saliera de su boca, podían ser quejas, ideas sobre algo que llamó su atención en clase, más quejas, refunfuños por algo que hizo que le recordó a la espantosa de su madre, incluso sus silencios, que eran mucho más frecuentes que lo demás. Nadie podría igualarlo nunca. Nadie nunca le brindaría un amor tan real como el que sintió con su padre. Y eso le envenenaba el alma, se la carcomía y la sangraba, alimentando sus deseos de venganza.

La vida para Andrea estaba llena de crudeza, de matices grises y negros en los que la luz no existía, porque la luz, su luz, le fue arrebatada sin que tuviera la oportunidad de despedirse.

Calderón había ganado una batalla, pero ella ganaría la guerra.

El chirrido de la puerta metálica la sobresaltó, su cuerpo, alterado y orillado a los reflejos de defensa, saltó desde la cama, las heridas en su cuerpo lo resintieron haciéndola doblarse y caer de rodillas. Esmeralda la vio sin dar crédito a su imprudencia.

—¿Eres pendeja? Si te mueves así las heridas se abrirán.

Se acercó y la ayudó a levantarse, la condujo a su propia cama, pese a haber dejado claro que cualquiera que se acercara a ella le metería las tijeras por el culo.

Andrea tuvo el impulso de zafarse en un primer momento. Quedó sentada en la orilla inferior de la cama, expectante a cualquier cambio de conducta de Esmeralda. En los dos cortos encuentros, notó que tendía mucho a cambiar de parecer en cuestión de minutos. Cuando se conocieron la defendió, a ella y a Concepción, de una promiscua que quería sobrepasarse con Concepción y luego argumentó que su intención nunca fue ayudarnos; luego, lo de Paloma, su enfrentamiento y esa forma tan violenta de decirle que para quedarse en ese cuartucho sería su mandadera personal, contrastaba con la diligencia con la que la ayudó a levantarse y a sentarse en la cama que prohibió tocar.

La miró con precaución. Salió del cuarto y al volver llevaba dos recipientes hondos de los cuales se apreciaba una suave capa de fideos con una que otra verdura perdida. Olía bien. Le tendió uno de ellos y el otro lo dejó en el suelo, cerca de sus pies. Frunció el ceño contrariada, entonces Esmeralda dijo en tono despreocupado:

—La señora no puede comer sola. Ahora que somos dos, nos turnaremos para ayudarla.

Se giró de vuelta a la puerta.

A veces es difícil respirar (borrador)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora