Capítulo 2- Deja Vu

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Llego a casa chorreando sudor por todas partes. Me quito las zapatillas y me dirijo a la cocina.

—Hola, mamá—me siento en la mesa cruzando mis piernas.

—Hola, cariño. Esta tarde trabajo y he pensado que podrías acompañarme, ¿te parece bien?

—Claro—le sonrío mientras me llena la cara de besos.

—Deja tus cosas y yo mientras tanto voy sacando el coche del garaje.

Tan rápido como entro en casa salgo. Me monto en el coche mientas suena de fondo Deja vu de Olivia Rodrigo. Tengo los brazos cansados, casi no puedo ni moverlos.

—Recuérdame que no vuelva ayudar a vril la próxima vez que me lo pida— le digo a mi madre, agotada.

—Heather, cariño, una ayudita no le vendría mal. ¿Por qué no pruebas a trabajar ahí? Con ella— sugiere mi madre.

—Lo haría todo mal —pongo una mueca —. Aparte, me pongo nerviosa con facilidad cuando hablo con un desconocido.

—Yo creo que lo harías estupendo. Conoces ese lugar más que tu propia casa —me aparta un mechón de pelo.

—No sé...

—Yo no te voy a obligar a trabajar si no quieres cariño, solo te lo proponía.

—Creo que ahora mismo no me hace falta. Tengo el horario demasiado ocupado—muy ocupado—. Pero lo tendré en cuenta para el futuro.

Mi madre esboza una sonrisa besándome la coronilla. Enciende el coche y nos ponemos en marcha. Centro mi mirada en la ventanilla.

Los árboles son grandes y robustos. Me impiden ver con claridad los edificios.

—¿Ya conseguiste el libro? — pregunta mi madre al rato. Ella es la que me introdujo al mundo de la lectura cuando era pequeña.

—Solo quedaba una edición. He tenido mucha suerte —murmuro todavía con la mirada perdida.

—¿Qué tal Avril?

— Bien dentro de lo que cabe—me encojo de hombros.

—¿No se le hace ameno el trabajo? — pregunta mi madre.

— Con Kevin, creo que nada es ameno. Cada vez que le ve le dan ganas de agarrarle de ese suave cuello y estrangularlo —explico.

Me quedo apoyada en mi asiento indagando por mis pensamientos.

—Mamá —la llamo un poco cortante.

—Dime.

— He conocido a un chico.

—¿Un chico?

—Sí...—respondo cortante.

—¿Y cómo es?

—Bueno no he hablado mucho con él, pero fue agradable —nos gusta contarnos nuestra vida romántica. Aunque la mía es casi inexistente.

—Es un comienzo—comenta—. Hacer nuevos amigos siempre suma puntos.

—Sí, supongo. Lo raro es que no sé por qué me sonaba de algo. Como si le hubiera visto en otra persona. ¿Crees que estoy loca?

—¿Más que yo? No lo creo.

—¿Difícil superarte? — bromeo.

—Muy difícil—asegura.

No volvemos a hablar de nuevo. Mi madre se centra en no matarnos en la carretera y yo en mirar por la ventanilla.

No sé cómo, pero termino dormida con la cara aplastada al vidrio de la ventanilla.

Menos mal que no babeo.

—Cariño— susurra mi madre dándome unos empujoncitos en el hombro.

Abro los ojos lentamente. Frunzo el ceño al notar una ráfaga de luz directa a mis ojos.

—Eh...— balbuceo mirando a mi madre.

—Ya hemos llegado— dice mi madre saliendo de coche.

La imito aún medio dormida.

Es un lugar realmente bonito. Parece sacado de las películas de hadas para ser una simple residencia. Pasamos por un camino de piedra. Desde lejos se ve la puerta principal. Mi madre entra primero. Justo en la entrada está la recepción. Una mujer de mediana edad esboza una sonrisa al ver a mi madre.

—¡Emily, querida!

—¡Daisy! ¿Qué tal las vacaciones? — pregunta mi madre alzando los brazos para recibir el abrazo de su compañera.

—Las necesitaba la verdad. Todo el jaleo que tuvimos el mes pasado fue abrumador. Ahora parece que todo se ha calmado— explica Daisy aún emocionada.

—Me alegro—contesta mi madre devolviéndole la sonrisa.

—¿Y esta chica tan guapa que traes contigo?

—Es Heather, mi hija.

—¡Dios mío, pero como ha crecido! —exclama la mujer—. ¡No la había reconocido!

Se acerca a mí estrechándome cariñosamente. Se separa alzando mi rostro entre sus manos.

—Eres igualita a tu madre cuando era jovencita. ¿Cuántos años tienes?

—Diecisiete—respondo nerviosa.

—¡Qué mayor! —dice Daisy girándose hacia mi madre.

Mi madre se ríe ligeramente.

—He traído a Heather para que me ayude con el trabajo.

—Uy, pues en ese caso no os entretengo más. Solo...— murmura buscando algo entre los cajones—. ¡Aquí están! Han sobrado del café. Están buenísimas.

—No hacía falta, Daisy—hace un gesto restándole importancia.

—¡Si no es nada mujer! Toma, toma. Son de limón.

—Las que me gustan—comenta mi madre.

—Bueno, pues mañana nos vemos.

—¿Trabajas de tarde? — enarca una ceja mi madre.

—Sí, es que mañana Josh tiene una cita con el dentista o algo así me dijo y me preguntó cuarenta veces seguidas si se lo cambiaba.

—¿Josh va a ir al dentista? ¿Nuestro Josh? — pregunta mi madre incrédula.

—Nuestro Josh —afirma —. Su madre vino ayer de Inglaterra y se pasó a saludarle. Le aconsejó, más bien le obligó, que pidiera cita.

—Mary tan precavida como siempre.

—¡Eso mismo dije yo! En fin, que se le va a hacer—la mujer suspira recogiendo sus cosas.

—Hasta mañana, querida —se acerca a mi madre—. Espero que no te den mucha guerra.

—Espero—sonríe mi madre besándole la mejilla.

—Bueno, hija. Me voy a ir a cambiar.

—Vale— le respondo sentándome en uno de los sillones que hay en el medio de la sala.

—No tardaré nada.

Me acomodo viendo como mi madre desaparece tras las puertas azules del vestuario.

Es increíble que durante todos los años que mi madre lleva trabajando aquí nunca hubiera venido.

Sin darme cuenta, un hombre se ha sentado en el otro sillón. Me giro distraídamente evitando el contacto visual.

—Buenas tardes, señorita— dice el hombre tambaleándose de un lado a otro.

—Hola— respondo con tono neutro.

—¿Sabe una cosa?

—¿Qué?

El hombre se acerca a mí como si me quisiera contar un secreto que nadie más puede saber.

—En el jardín hay una puertecita que te lleva a un lugar mágico—susurra al oído—. ¿Asombroso, verdad?

—Mucho—le respondo un poco incómoda.

¿Un lugar mágico? Este hombre no sabe ni lo que dice, sin duda.

Miro a los lados en busca de alguna enfermera. Solo hay una recepcionista que está mirando una revista sin interés alguno.

—¿Usted no debería estar en su habitación?

—¿Yo? —dice señalándose a sí mismo.

—Sí, usted señor.

El hombre se rasca la cabeza, pensativo. El ambiente se vuelve denso cuando no obtengo respuesta. Estoy a punto de volver a preguntarle cuando vuelve a hablar.

—Oye niña, tú me has robado mi piruleta. Devuélvemela—frunce el ceño.

—Yo no le he robado nada señor— respondo apartando la mirada.

—Heather ya estoy...—oigo la voz de mi madre desde lejos.

Me giro apresuradamente pidiéndole ayuda con la mirada. Mi madre alza su mirada y encuentra la mía. Se queda unos segundos mirándome para llevarla al hombre que está sentado en el sillón de al lado.

Mentiría si dijera que ver a mi madre no me ha tranquilizado.

—¡Carson! ¡Cuántas veces te he dicho que no puedes estar deambulando por ahí tú solo! —le regaña mi madre asesinándole con la mirada.

—Esta chiquilla me ha robado mi piruleta. ¡Era la última que me quedaba! —replica el hombre con el mismo tono.

—"Esta chiquilla", es mi hija, Carson—se masajea la sien—. Ni ella ni nadie te ha robado tu piruleta. Te la comiste tu ayer. ¿No te acuerdas?

Carson desvía la mirada hacia mí. No puedo descifrar lo que siente o lo que quiere decir.

—Carson —le llama mi madre —. ¿Te has tomado la medicación?

El rostro de mi madre se ha teñido de preocupación.

—No me acuerdo— responde Carson.

Mi madre suspira desesperada.

—Clarisse, ¿Le has dado tú la medicación?

La recepcionista de antes deja a un lado la revista centrando su atención en nosotros tres.

—No, hoy le tocaba a Mary—responde enarcando una ceja —. ¿Ocurre algo?

—Si y algo muy grave. Nadie le ha dado la medicación y está teniendo una crisis—responde mi madre.

—¿Aviso a alguien? —pregunta Clarisse con el teléfono en la mano.

—Al enfermero de la planta tres. Sabrá qué hacer— responde mi madre alcanzando una silla de ruedas.

—¿Necesitas ayuda? — le pregunto a mi madre un poco perdida.

—Agárrale ambos brazos, vamos a llevarle a su habitación.

Accedo acercándome a Carson con decisión. Concentro toda mi fuerza en mantener el equilibrio mientras Carson se pega contra mi cuerpo. Me falta la respiración. Aun así, hago el esfuerzo para no decepcionar a mi madre. Y más importante, que el hombre no se caiga y nos provoque más problemas.

—Aguanta— le digo a Carson. Aunque me lo digo más para mí.

Mi madre se acerca liberándome del peso. Vuelvo a respirar. Le sienta en la silla indicándome que le siga. Nos apresuramos a llegar al ascensor. Le doy repetitivas veces al botón. Las puertas se abren y entramos apresuradamente.

Carson parece haberse quedado dormido. No sé si eso es una buena o mala señal.

El sonido nos indica que hemos llegado a la planta tres. Mi madre camina con desesperación. Acelero el ritmo para alcanzarla. Nos cruzamos con varios pacientes que se nos quedan mirando, pero no dicen nada. A lo lejos veo a dos enfermeros acercándose a nosotros.

—Le ha ocurrido de nuevo— les explica mi madre.

—Joder—masculla uno de ellos pasándose las manos por el pelo.

—Ya nos encargamos nosotros. Tú estate tranquila, Emily— responde el otro, acariciándole el brazo como muestra de cariño.

—¿Seguro?

—Si sí.

Mi madre ladea la cabeza en señal de afirmación.

—Vamos Heather— murmura mi madre pasando un brazo por mis hombros.

—Pero no le podemos dejar aquí. Está teniendo una crisis— replico.

—Está en buenas manos—me dice mamá.

Sé que es tener una crisis. Igual no sé de qué tipo la está teniendo Carson, pero no puedo dejarle solo. No le conozco de nada, pero tengo mucho afecto por personas como él.

Demasiado.

No quiero discutir con mi madre y parecer una niña pequeña. Me limito a lanzar una mirada fugaz al hombre que se encuentra en la silla.

—¿Cuál es su canción favorita? — pregunto al cabo de unos segundos.

Ambos se quedan atónitos por mi pregunta.

—¿Y eso que tiene que ver? Está teniendo una crisis.

—Lo sé. ¿Cuál es su canción favorita? —repito.

Mi madre me coge del brazo mandándome una mirada de advertencia. El enfermero joven me mira con el ceño fruncido.

—¿Serviría de algo? — pregunta captando mi atención.

—Puede. Cuando tengo una crisis escuchar mi canción favorita una y otra vez me relaja — explico.

—Jason, métele en la cama.

—¿Pero qué dices? ¿Vas a hacerle caso a una niña que no tiene ni puñetera idea de lo que dice?

—Sé de lo que hablo—replico entre dientes.

—Hazlo—le ordena el otro enfermero.

Suspira rindiéndose mientras abre la puerta de la habitación y entra con Carson. Mi madre no dice nada, ni siquiera ha intentado intervenir en la conversación. Sabe lo que estoy haciendo.

—¿Puedes ponerla tú? —me pide el enfermero.

—Sí, claro.

—Su canción favorita es Sacrifice de Elton John. La escucha a todas horas. Le recuerda a su mujer— murmura.

—Es una canción preciosa y más si le recuerda su mujer— reconozco buscando la canción.

—Murió hace unos diez años. No pasa un día sin pensarla. La amaba con locura.

Entro en la habitación con el corazón en la garganta. Nunca he ayudado a nadie en medio de una crisis. Y no creo que ayudarme a mí misma cuente.

Es un cuarto frío. En el medio de la habitación hay una cama con una especie de barras. Al lado hay una mesilla con una botella medio vacía. Unas grandes ventanas dan a un precioso jardín repleto de rosas. Al otro lado de la habitación hay una puerta, que daría al baño.

Entre los dos enfermeros y mi madre, tumban a Carson en la cama con las extremidades recogidas. Me recuerda a cuando me abrazo las piernas en un rincón de mi cuarto.

El hombre tiembla a pesar del inmenso calor que hace. Carson se despierta tomando una gran bocanada de aire. Parece que los ojos se le salen de las órbitas.

Me asusto. Algo no encaja.

Me acerco haciendo el menor ruido posible. Poso mi mano sobre la suya. Intento calmarlo, pero es en vano.

Es como si solo estuviera de cuerpo presente. No reacciona a los estímulos.

—Carson— lo llamo.

Ninguna respuesta.

—Carson— insisto.

Nada.

El enfermero más joven se acerca agarrándole la mano libre.

—Esto es absurdo— exclama el otro enfermero—. Dale las medicaciones y que duerma.

—No. No todavía— digo impidiéndole el paso.

—Reproduce la canción— me susurra mi madre—. Igual con suerte, reacciona.

Le doy al play cruzando mis dedos para que funcione. La canción invade la habitación. Carson sigue en trance. Pasan treinta segundos de la melodía cuando lágrimas brotan de sus ojos. Está llorando. Ha funcionado.

Carson gira la cabeza y me mira al fin. Puedo ver como el dolor le consume por dentro. No necesito ninguna pista para saber de dónde provienen. Simplemente, lo sé. Echa de menos a su mujer, a su compañera de vida.

Duele, escuece. Las cicatrices se han abierto y sangran.

No quiero llorar, no puedo llorar por una persona que apenas conozco y no sé nada sobre su vida. Y menos por su mujer.

Antes de que mi abuela muriera tras la muerte de mi abuelo, no entendía por qué no podía seguir adelante, superarlo. Más tarde entendí, la entendí. La persona que más quería en el mundo le había dejado sola. Nunca volverían a hablar, ni a mirarse de esa forma que se miraban los míos.

Simplemente, comprendes lo mucho que una persona te puede hacer sentir. El amor no es solo un sentimiento más. El amor flota en el aire y si tienes la suerte de encontrarlo, querrás vivir por siempre en una burbuja.

Mi madre abre el cajón de la mesilla. Agarra las pastillas y se las pasa a Carson.

—Dos. Todos los días— le dice ayudándole a tragárselas. Le paso el botellín de agua y bebe despacio.

Suspiro al ver que está bien. La crisis ha acabado.

El enfermero joven sonríe y me agradece la ayuda. El otro se limita a mirarme con una sonrisa francamente forzada. No me importa. He ayudado a ese hombre.

Mi madre y yo salimos de la habitación para que los dos enfermeros se encarguen de él y pueda descansar.

—Eres buena, Heather—me dice mi madre pasando una mano por mis hombros.

—Gracias. No sabía si iba a servir de algo. A mí me ayudaba— me encojo de hombros.

—Claro que te ayudaba, sabes manejar esta clase de situaciones tu sola, sin la ayuda de los demás. Eso tiene mucho mérito, cariño— mamá se acerca y me deposita un sonoro beso en la mejilla.

—¿Quieres ir a dar un paseo mientras me encargo de mis pacientes? Igual, puedes aprender muchas cosas— me sujeta de la barbilla—. Creo que enseguida va a ver un taller de lectura y meditación, por si te interesa.

Se me ilumina la cara.

—Sí. Estaría bien.

—¡Genial! Estate a las ocho en punto en recepción— me da un corto abrazo—. Diviértete anda.

Me dedica una mirada fugaz antes de cruzar la esquina del pasillo. Suspiro con las manos a ambos lados de mis caderas.

La Voluntad del DestinoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora