Capítulo 19- The Beach

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—¡Vamos Kai! ¡Destrózalos! —chilla Cloe sacudiendo con fuerza la barandilla de metal.

Los gritos y los aplausos vuelven el ambiente mucho más competitivo y aterrador al mismo tiempo. Desde mi butaca tengo una amplia visión del mar y los surferos que se mecen en sus aguas. Me encuentro atrapada entre la madre de Kai y la mía.

Mis dedos se han convertido en el juguete antiestrés de mis dientes. Son todo uñas mordidas de forma irreguláda y los pellejos que sobresalen apuntando en todas las direcciones.

George, sentado unos asientos más delante, charla con uno de los organizadores de la competición. Según nos ha dicho él, hay altas posibilidades de que su hijo quede entre los primeros puestos. Y sí es así, puede tener un futuro comprometedor con su tabla de surf.

Yo no sé mucho sobre este deporte, por lo que no dejo de bombardear a Cloe con cualquier pregunta que me ronde por la cabeza.

—¡Esa ola se lo va a comer! —advierto clavando mis uñas en el brazo de Cloe.

Ella se ríe negando con la cabeza.

—Cariño, no le va a comer ninguna ola. Mi hijo sabe lo que hace—me asegura entre carcajadas.

Me reclino en mi asiento observando cada uno de los movimientos de Kai con los ojos bien abiertos.

Tiene seis contrincantes, que la verdad, tienen pinta de ser todos profesionales. Una ola se alza sobre Kai, y él la coge sin dificultad. Me llevo una mano al corazón cada vez que pienso que una de ellas le va a tragar o algo peor.

—Lo tiene controlado—murmura mi abuela por detrás con una sonrisita.

—¿Eh?

—Por tu expresión. Tienes el ceño fruncido y te estás mordiendo el labio inferior—desliza su mirada hacia la parte inferior de mi cuerpo—. Por no hablar de que las piernas te están temblando, cielo.

Bajo la mirada inmediatamente a mis piernas y apoyo una mano sobre ellas. Levanto de nuevo la vista y suspiro profundamente.

Mi abuela tiene razón, no me había inmutado de ello. Tengo el estómago revuelto y me duele, pero es que mis nervios no dejan de agrandarse y expandirse a todas las zonas de mi cuerpo.

Ver a Kai sobre una tabla de surf y recordar lo vulnerable que anoche se encontraba, me hace reflexionar sobre su forma de comportarse.

Un chico rubio de unos veinte años sale del mar tras haber sido tragado y escupido por una enorme ola de más de un metro ochenta de altura. Su pecho sube y baja mediante hecha a correr al puesto de sus entrenadores. Es del mismo equipo que Kai, lo que significa que solo queda él al ser dos de cada club.

Kai va cogiendo las olas pequeñas a la espera de que las grandes aparezcan. Cuando lo hacen, todos los surfistas no dudan en ir a por la más grande. Como una avalancha de animales salvajes, nadan a toda velocidad hacia esta. Solo consiguen cogerla tres, entre ellos, el chico que tanto me importa desde que regresé a Positano.

Después de cinco minutos en los que cada competidor aprovecha y hace el mejor esfuerzo, salen del mar con sus respectivas tablas debajo del brazo. Kai tiene el pelo revuelto y varios mechones rubios se le pegan a la frente.

Los jueces agradecen a cada concursante con un apretón de manos y una bolsita con una barrita energética y un botellín de agua. La siguiente ronda comienza y eso solo quiere decir una cosa. Cuando termine, dirán las puntaciones de cada uno de ellos y para alegría de todos, se sabría cuál entraría en la liga nacional de Italia.

Por mi parte, rezo para que ese puesto se lo lleve Kai. Según me había estado contando Cloe mediante la ronda, él es uno de los mejores de su equipo y muchos de sus compañeros e incluso profesores, lo ven perfectamente cualificado para ello.

La Voluntad del DestinoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora