Capítulo 1. Cumulonimbus

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—¡¿Padre, ha visto eso?! —gritó el joven sin aliento, subiendo el último tramo de la escalera.

Allí estaba su progenitor, apoyado en el hueco de la ventana, observando el mar desde lo alto de la torre, y aquello que venía en su dirección. Permanecía quieto, cavilando sus palabras, como si tratara de darle explicación a esa extraña forma.

Abrió la boca, pero ningún sonido salió de su boca. Boqueó igual que un pez, hasta que se rindió de intentarlo. Negó con la cabeza y esbozó la sonrisa más triste que jamás había visto el joven. Fue cuando lo entendió: no había nada que hacer.

El chico, consciente de su destino, caminó hasta colocarse junto a su progenitor. Se apoyó en la ventana y colocó su brazo sobre los hombros de su padre, dándole un pequeño apretón. Ambos miraron la enorme masa negra se acercaba flotando a su isla. No era una nube, de eso estaban seguros. Su color no era de algodón negro, sino de oscuridad, de profundidad. Era como si el mismísimo abismo se hubiera elevado hasta el firmamento, y ahora se desplazaba a la velocidad en la que un río de varios kilómetros atraviesa una llanura.

El salitre había desaparecido, al igual que las corrientes de viento. De hecho, no les soplaba el aire, sino que lo absorbía. Todo sonido se había enmudecido, formando la tensión que precede a una catástrofe.

De pronto, el abismo en el cielo se iluminó con un fogonazo, provocando varios gritos desde la calle. Pero nadie era capaz de moverse, esperando el siguiente movimiento de aquella masa de agua. Otro fogonazo, y otro, hasta llegar a una decena, surcaron del interior de la nube, desvelando algo que nadie esperaba: en su interior había algo.

Los relámpagos no dejaron de suceder desde distintos puntos, mostrando las diferentes partes del ente que flotaba dentro. Dos enormes cuernos alargados sobre una rectangular cabeza. Una figura más larga que la torre desde la que le observaban, y una aleta en lo que parecía ser su final. Una bestia del abismo, un demonio de las profundidades, la mismísima Muerte, o todo a la vez.

Uno tras otro, los relámpagos empezaron a golpear su cuerpo. Uno tras otros, grandes esferas como ojos empezaron a iluminarse, aviso más que suficiente para huir. Pero no había escapatoria para los frágiles humanos. Sí para aquellos pares de ojos que lo observaba desde un barril.

Con un pequeño empujón saltó de su escondite, manteniendo bien pegado a su cuerpo el minúsculo tesoro. Le habían encontrado. No esperó a que los relámpagos empezaran a acumularse en sus cuernos, ni a ver cómo habría su descomunal boca. Se arrastró todo lo rápido que pudo hasta las escaleras y corrió para salir de allí, dejando a padre e hijo paralizados en la ventana, compartiendo su destino.

Nada. El sonido desapareció, como si algo lo hubiera aplastado. La luz lo cubrió todo, y la parte superior de la torre dejó de existir. Pero debía huir. Tenía que hacerlo. Todo estaba en juego, en ese pequeño tesoro que apretaba contra su pecho, mientras se alejaba lo más rápido que sus torpes y escamosos pies le dejaba. Calle arriba, dirección contraria a la enorme nube.

Silencio, y otro fogonazo de luz convirtió su noche en día, y lo que quedaba de torre y el resto de la muralla en nada humeante. Ni siquiera había fuego. Tal era la energía que desprendía que reducía todo a la nada. Corría esquivando a la gente, paralizada, observando con lágrimas en sus ojos a la Muerte con forma de toro nadando dentro de una nube abismal.

Corrió. Corrió sin mirar atrás. Su deseo por vivir era mayor que la de aquellos humanos. Rayos de luz, una decena de ellos, atravesaron la ciudad costera, mientras el intruso evitaba cada uno de ellos. Se colaba por las puertas abiertas para recorrer las casas de madera y saltar por la ventana más lejana, o se colaba por debajo de las ruedas, para cambiar de dirección y subir hasta los tejados. Los animales no tardaron en seguirle. Su sentido de supervivencia siempre era mayor que la de los humanos. Todos compartían objetivo: el muelle al otro lado.

Todos sus escondites y giros inesperados funcionaron. El toro abisal lanzaba en todas direcciones, tratando de buscar al fugitivo, quien ya había alcanzado los muelles. Con la habilidad de observar durante años a los marineros surcar sus mares, se subió a un barco pesquero, acompañada por gatos y perros, y deshizo los nudos que lo amarraban al muelle.

A pesar de no haber viento, el mismo océano les alejó de la isla, mostrando su favor a ese extraño talismán. Según se alejaban, se giró para echar un último vistazo a la que había sido su hogar durante los últimos meses, y ahora arrasado por el monstruo que no dejaba de darle caza. Por su culpa, otra isla había sido destruida. ¿Cuántas más correrán el mismo destino?

Apretó con sus escamosas manos su tesoro. Era lo único que podría detenerlo...

TALETOBER 2023Donde viven las historias. Descúbrelo ahora