Capítulo 6. Calibre

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Cuando llegaba la noche, la tripulación del Aullido dorado cambiaba por completo. La segunda banda pirata más peligrosa tras la caída del sol. Consciente de ello, siempre navegaban a la hora en la que el resto descansaban, evitando encuentros innecesarios o a los siempre impertinentes Índigos, tratando de ponerles una correa. Nunca lo lograrían.

Cazadores de recompensas archiconocidos por su incasable capacidad de caza, el capitán Alastair y sus hombres nunca fallan en alcanzar a su presa. Sin embargo, aquella estaba siendo diferente. Aquel atardecer habían visitado la quinta isla situada en lo más lejos de la zona oeste. Habían ido hasta allí siguiendo el rumor de la capitana elfa Dulcai, pensando que se trataba de una exageración. Para su desgracia, tenía razón.

Canto de sirena, Suspiro del coco, Ojos de gaviota y casi una decena de islas situadas en la zona más alejada habían sufrido el ataque que había mencionado. Nada. Eso era lo que quedaba de ellas. Quedaban yermas, vacías, como si nunca hubiera existido vida en ellas. De hecho, tal era la destrucción que algunas zonas habían incluso cambiado su forma, alargando la playa, o dejando que un tímido hilo de agua la atravesara.

Lo que más le molestaba a Alastair era que no había ni siquiera un olor para seguir. Ni siquiera el de la sangre de las víctimas, o cualquier esencia en el mar que marque un camino para seguir. Fue aquella noche en la que navegaban sin rumbo cuando un olor llegó a su dorado hocico. Uno demasiado familiar, pero que podría darle la información que necesitaba.

—¡Recoged las velas y echad el ancla, camaradas! Parece que tenemos visita.

El capitán de pelaje dorado salió de su camarote en busca del visitante. Aquella noche apenas se veía algo en el mar, con la excepción de una tímida luna junto a un manto de estrellas. Sin embargo, allí estaba, frente a ellos, algo más oscuro que la propia noche, unas velas como la sangre, y un horrendo mascaron con la forma de un demonio cubierto por las alas de murciélago.

—Señor... —murmuró la contramaestre, acercándose hasta su capitán.

—Preparadlo todo lo silencioso que podáis.

Su subordinada asintió y retrocedió hasta desaparecer de cubierta, llevándose con ella a varios hombres-lobo de la tripulación. Por su parte, Alastair caminó hasta la proa y se colocó sobre su mascarón, el cual estaban preparando en secreto para la bienvenida.

—¡No esperaba encontrarte esta noche, capitán Wizkrev!

—Lástima. —Una voz aterciopelada, todo lo contraria a la de Alastair, sonó muy cerca de ellos, a pesar de que el navío parecía estar bastante lejos todavía—. Y yo que pensaba que habías venido a verme.

Se formó un nudo en la garganta del licántropo rubio, que necesitó unos segundos para recomponerse. Sin embargo, su corazón latía demasiado alborotado, recordando cosas que nunca podrá olvidar.

—Estoy buscando a quien ha hecho esto a las islas. ¿Sabes algo?

Pudo ver un tímido movimiento en la distancia. A pesar de que el Sangre oscura seguía navegando, no le daba la sensación de que avanzara. Preocupado, indicó a la tripulación con una zarpa a su espalda que se prepararan. Con Wizkrev nunca había que bajar la guardia.

—Ni siquiera me preguntas qué tal he estado todo este tiempo. —Chascó la lengua—. Venga, antes no me tratabas así.

Algún que otro carraspeó nervioso surgió a sus espaldas. A estas alturas ya todos sabían de las escapadas nocturnas del licántropo con el vampiro, aunque nunca jamás nadie diría algo. Estaba seguro de que esa era su venganza contra él.

—¡Wizkrev! ¡¿Quién ha arrasado las islas?!

—¿Acaso importa? —Su respuesta sonó juguetona—. Igual era el cambio que necesitábamos. Algo que lo cambie todo. Algo que nos deje ser libres, y al fin podamos expresar lo que somos, y lo que amamos.

Desde que lo dejaron, Wizkrev no volvió a aparecer a un Concilio. Alastair no tenía noticias suyas, pero no podía negar que le seguía buscando las duras noches como aquella, y que todavía latía su corazón con fuerza cuando le escuchaba hablar y movía la cola nervioso, aunque intentaba disimularlo como podía... Y no podía admitirlo.

—Wizkrev, por favor —pidió Alastair una última vez, sin saber qué hacer, ni qué opción era la correcta.

—Capitán, está listo. —La voz de la contramaestre sonó bajo sus pies. El cañón estaba listo.

—¿Eso es lo que deseas, mi querido Lacan? —escuchó su nombre justo detrás de su oído, lo que le provocó un miedo atroz a ser descubierto (aunque todos los sabían), y a dejar que su corazón al fin decidiera.

Por eso, consciente de que solo así podría conseguir lo que deseaba, dio un pisotón al frente y rugió:

—¡DISPARAD EL AULLIDO!

La madera inferior del mascarón, dejando ver un cañón de gran calibre, cuyo diámetro era el de una persona de pie. Con su potencia de fuego era capaz de arrasar murallas y convertir en astillas a los navíos. El sonido de las cadenas hundiéndose con las anclas cubrieron el silencio, una medida necesaria para evitar que el retroceso les llevara varios kilómetros hacia atrás.

—Me das pena. Sigues sin ver lo que sientes.

El cañón tronó, disparando una enorme bala que voló directa al Sangre oscura. Fue preciso, e iba a ser certero, si no fuera porque, antes de impactar contra el navío, hizo añicos un cristal invisible hasta ese momento. La bola cayó al agua, y gigantescos cristales, que todavía contenían la figura del barco en su interior, se resquebrajaron mientras se hundían en los océanos.

Alastair, confuso, iba a darse la vuelta cuando notó el gélido filo en su cuello, recomendándole que no lo hiciera.

—Wizkrev... —murmuró intentando mirar al vampiro por encima del hombro.

—Lo siento, cariño, pero necesitas dormir.

Y lo siguiente que sintió fue un fuerte golpe en el cuello antes de sumergirse en la oscuridad total.

TALETOBER 2023Donde viven las historias. Descúbrelo ahora