Capítulo 5. Binario

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-¡Señor, no esperábamos su llegada...!

Pero el capitán enano Rudolf ignoró sus palabras y cojeó directo a la puerta de la celda. No necesitó acercarse para saber que estaba cerrada, así que alargó la mano hacia el carcelero, que miraba confuso a su superior.

-Las llaves -gruñó tan enfadado como cansado.

-Capitán, es un...

-¿Te atreves a contradecir mis órdenes? -Giró un poco la cabeza para mirar a los ojos del inconsciente enano, con una barba demasiado pequeña para considerarse adulto.

Con temblorosos movimientos, el joven le entregó el manojo de llaves a su superior. Abrió la puerta tras tres giros, y entró con paso lento. Su prisionero ni reaccionó, permaneciendo sentado contra la metalizada pared.

-No eres mi prisionero -empezó Rudolf, sin tener muy claro cómo empezar esa conversación.

El orco le ignoró, con la mirada clavada en algo más interesante a la derecha. Era un adolescente, de eso no tenía duda el enano. Su pelo del color de la sangre apenas le llegaba a los hombros, rapado por los laterales, y sus colmillos inferiores asomaban todavía tímidos. Era fibroso, pero todavía no todo lo fuerte que podría llegar a ser. Su cuello carecía de cualquier colmillo o tesoro de hueso, indicando que no era una figura importante en su tribu.

-¿Quién eres?

Y silencio como respuesta. Tras lo que pasó durante el Concilio, la paciencia de Rudolf se había agotado bastante. El orco todavía no era su prisionero, pero sabía cómo hacerle hablar si fuera necesario... No. Llenó sus maltrechos pulmones intentando recuperar la calma. La guerra, aquella guerra, había terminado.

Consciente de que no iba a conseguir nada por ese camino, rebuscó en su gabardina y sacó un papel de piel de cerdo, con una sencilla palabra escrita en su idioma, pero no por alguien de su raza. Lo colocó frente a él, confiando en una reacción.

-Es a ti, ¿verdad? Es a ti a quien debo ayudar -expuso Rudolf con determinación, tratando de provocarle una reacción que no llegaba-. Soy un enano. Uno que navega los siete mares en una fragata de hierro. Soy el último al que un orco pediría ayuda. Sin embargo, esa carta era exclusiva para mí. ¿Por qué tu jefe me escribió?

Al instante soltó un gruñido a modo de respuesta, tan bajo e inteligible que Rudolf no consiguió escuchar.

-Chico, mis oídos...

-Ellos nunca pedirían ayuda -dijo el orco en común mucho más alto-. Ni aunque le fuera la vida en ello.

-¿Entonces? -Rudolf estaba más confuso que antes.

-Cuando eres el sobrino más joven del jefe de la tribu, pocos te toman en serio. -Se lanzó a hablar, sin apartar la mirada de la pared-. Todos esperan grandes hazañas de su primogénita, que por ser mujer tendría que luchar contra mis hermanos mayores si quería ser el jefe. Pero yo era débil. El que más, y nadie se fijaba en mí, ni en mis palabras. Vi la magia, vi los pactos... Vi los sacrificios. Algo estaba pasando, y avisé, pero nadie me hizo caso.

-¿Pactos? ¿Magia? ¿Un chamán? -Para su desgracia, el enano conocía demasiado bien la cultura de los orcos.

El piel-verde negó con su cabeza.

-Algo de fuera de la isla llegó, pero cuando reaccioné, ya era demasiado tarde.

-¿Y la carta...?

-Mía. -Al fin levantó sus pequeños ojos como la miel, para clavarlos en los del capitán enano, sin necesidad de levantar la cabeza para hacerlo-. Sin que nadie esperara nada de mí, aprendí a leer varios idiomas antiguos y prohibidos en secreto. Fui yo el que mandó aquella gaviota a la única carta que seguro iba a leerla. Al fin y al cabo, hemos sido durante generaciones las dos caras de la misma moneda.

El enano apretó la mandíbula. Tras tantos años de guerra, su historia estaba enlazada. Podía haber escrito al humano, búho o licántropo, pero a ninguno de ellos tenía los lazos que la sangre habían forjado. Notó un peso sobre sus hombros, y un dolor por los restos orgánicos que le quedaban se encargó de recordarle las cicatrices del pasado.

-Todo eso ha cambiado, chico.

-Mi nombre es Taun, y por eso estoy aquí, para evitar que...

-¡Naufragio a la vista!

Ambos se quedaron mirando durante varios segundos, escuchando los pesados pasos de los enanos sobre sus cabezas. Algo estaba pasando fuera.

-Ven conmigo, Taun -ofreció el enano, alargando su mano buena, que el orco aceptó sin dudarlo.

Ambos corrieron hasta la cubierta, donde una decena de enanos barbudos corrían de un lado a otro, todos yendo y viniendo de estribor. En esa posición, un montón de enanos se habían agrupado alrededor de un punto en común. Son cojera firme, ambos fueron directos hasta ese grupo. Casi todos se apartaron al instante, con una mezcla de respeto a su capitán y de sorpresa o rabia hacia el orco. Allí descansaba el cadáver calcinado de nadie sabía qué raza, ya que su piel se había tostado por completo.

-Pensábamos que era un superviviente y por eso le hemos traído al barco...

Rudolf ignoró su comentario, con la mirada concentrada en la mano del cadáver. Seguía cerrada en un rigor mortis, apretando algo con fuerza. Haciendo uso de su gancho de hierro, arrancó varios dedos negros, destrozando la costra de carne quemada para liberar una pequeña nota. Curiosos, el grupo se apretó más para mirar qué había escrito en la nota. Gran parte estaba calcinado, pero pudo leer a la perfección un nombre en la misiva:

-Joya del mar. ¿Qué narices hace el barco de los gnomos aquí? -Alzó la vista, observando los todavía ardientes de Llama azul flotando en el agua, y los restos de una bandera color celeste-. A los Índigos esto no les va a hacer gracia.

TALETOBER 2023Donde viven las historias. Descúbrelo ahora