1. Núbelus Oro, Níngulus Plata

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La mañana se hizo sonrisa. Ese día el mundo respiraba a pequeños soplos de aire, que llevaban nombre de canto de pájaros. Los animales confiados y tranquilos en la naturaleza siempre son señal de paz y armonía. Una suave brisa jugaba a las estampitas con las hojas secas dejándolas caer del mejor lado. Dos ardillas se perseguían sin ponerse de acuerdo en quién iba delante. Los rayos del sol atravesaban el entramado que dividía los jardines de las casas dibujando en el suelo códigos de barras, que desentonaban con la naturaleza. Por fin, el desagradable clima electrizante y sucio de días anteriores había dado una tregua.

De pronto, unas sombras de luz arremolinadas por el viento chocaron con algo. O alguien.

—Espero que no se le ocurra marcharse sin darme más instrucciones, maestro —dijo con respeto y algo de desesperación una voz incorpórea.

—No tenía intención alguna de hacerlo —se oyó que contestaba otra voz, tranquilizadora, al puñado de luz quebrada revoloteando.

—¿Está seguro de que este es el camino a seguir? —preguntó Níngulus, mientras se reconstruía como se llena un vaso de agua, dando lugar a un ser azul y plateado con aspecto de mercenario romano.

—La pregunta ofende, viniendo de ti, Níngulus. No sé muy bien si es acertada mi elección —contestó.

Las hojas secas de luz se pulverizaron expandiéndose como un pequeño y aplanado hongo atómico, como polvo de estrellas, que luego se contrajo. Formaron un extraño ser de piel dorada, quizás humano.

—Por todos los demonios, Núbelus Zym ¿me está diciendo que le asaltan las dudas sobre el humano? —preguntó aquel ser azul plateado con reflejos morados que cubría parte de su cuerpo con una suave capa tornasolada.

—Oh, no, mi querido Níngulus; me asaltan las dudas sobre ti. Sobre el chico no me cabe la más mínima —aclaró, por fin, Núbelus.

—No le veo la gracia, maestro —y arqueó una ceja plateada sobre un perfecto rostro azulado.

—¿Crees que bromeo? —preguntó un corpulento gladiador de fuego y sangre.

Níngulus no contestó. La pregunta retórica de Núbelus le confundió aún más.

—Este destino está escrito, aunque existan muchos caminos para un mismo final. Solo un gran e improbable acontecimiento podría cambiarlo. Tú deberías estar en esta senda, deberías tener claro tu destino, pero tus dudas me hacen dudar. Lo viste como yo. Estabas allí también —aclaró Núbelus.

—Si esa es mi misión, sabio maestro, la cumpliré por encima de todo —contestó Níngulus.

—Esa, y no otra, es la respuesta que esperaba oír —añadió el Oro estirando los brazos al frente para luego juntar las palmas y acercarlas a su torso.

—¿Se hubiera decepcionado de escuchar lo contrario? —tanteó al maestro.

—Ambos sabemos que del corazón solo te salía una respuesta, amigo. Pero te gusta darle demasiadas vueltas a las cosas —y sonrió mientras se frotaba las manos tatuadas en rojo y negro, como un ritual, con suavidad, sin repetir movimientos.

Se oyó un susurro como el viento del desierto que acaricia las dunas, unas extrañas palabras pronunciadas alargándose en el tiempo, sibilantes.

Níngulus agachó la cabeza en señal de respeto y se resguardó de las miradas ajenas tras una sedosa capa azul que, tan pronto como se la puso, se volvió plateada. De esta forma reflejaba todo lo que le rodeaba y se hacía invisible casi por completo.

—El Tiempo no tiene sombra —se despidió la plata.

—Las Sombras no tienen tiempo —concluyó el oro.

Y ambos desaparecieron. Aparentemente.

El Guardián de Tierra MuertaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora