8. Nobelito

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Los novatos no querían ir al Centro de Estudios de Adolescentes acompañados de sus padres por vergüenza, pero ganas no les faltaba. Y no era precisamente el Parque Olimpus lo que les asustaba. Delante de Gabriel habían entrado varios, en grupo, como los ñus cruzan los ríos en África, intuyendo cocodrilos y a galope tendido.

«Allá vamos», pensó Gabriel. «A por ellos que son muchos y valientes», y aligeró el paso. La entrada del CEA, rodeada de una verja de barrotes de vidrio líquido y alambre de adarium, se mantenía erguida, sólida y firme como el pulso de un titán, por un campo electromagnético. Únicamente el inmenso jardín botánico del centro escolar no estaba vallado.

Nada más cruzar la verja escuchó un «ahí va, pringao» y Gabriel se apartó instintiva y rápidamente hacia la izquierda. Dos bombas fétidas impactaron a medio metro escaso de él. Casi le salpican.

—¿Cómo diantres ha podido esquivarlo? — preguntó a su cómplice el autor de la fechoría, un alumno de segundo curso.

—Ni idea, estábamos más callados que pedos de visita, y detrás del contenedor es imposible que nos haya podido ver —se sorprendió el mismo de la verdad de sus palabras.

—Parece que tenga un radar.

—O que lea el pensamiento —añadió el veterano encogiéndose de hombros.

Y los dos lumbreras se quedaron tan perplejos que no repararon en la nueva oleada de pringaos que estaban en la entrada decidiendo si entrar a toda pastilla o esperar a ser más aún.

―Quita pringao ―le gritó a Gabriel un veterano vestido de deporte que casi lo atropella con su e-moto, una Rayo de Fuego 3000, lo último del mercado.

«Empezamos bien», pensó Gabriel. El individuo, no contento con casi atropellarlo, lo terminó de rematar a pie, dándole un empujón que lo tiró al suelo cuando pasaba a su lado.

―Ten más cuidado, bestia ―gritó indignado Gabriel.

―Tendré el cuidado que me dé la gana, pringao, el que tiene que tener cuidado eres tú, PRIN GAO.

Todos rieron las gracias de Marlowe, después de que, en el suelo, le diera una patada a Gabriel para intentar hacerlo rodar.

―Te la estás ganando, animal ―gimió Gabriel mientras se apretaba las costillas.

―¿Sí? ¿Y qué vas a hacer? ¿Llorar? No me quedan pañuelos, pringao.

Y aún no había entrado en el instituto. Aquel día prometía pasar a la historia de las malas promesas históricas.

―Eh, Marlowe, deja para los demás pringaos, que hoy fijo que te los encuentras «a patadas» ―y un grupo de compañeros del veterano rio.

«Marlowe... No se me va a olvidar tu nombre. Ni a mis costillas tampoco», pensó Gabriel al observar la huella de la zapatilla de aquel estudiante en su camiseta. El grupo se alejaba y Gabriel fijó la vista en las zapatillas de Marlowe. De repente, se escuchó otra carcajada general de aquella pandilla.

―Cuidado, Marlowe, te tropiezas en lo más llano ―se mofó uno.

―Hey, Mar, tienes la boca llena de chinos ―dijo otro.

―Si quieres te puedo enseñar a atarte los cordones ―apuntó otro gracioso.

―¿Me ha visto alguien? ―preguntó Marlowe a su hermana Safy levantándose de un salto y sacudiéndose la ropa disimuladamente. La niña se había escapado del colegio para no perderse el primer día de instituto de su hermano mediano cuando se tropezó con el mayor.

—No, pardillo —contestó ella negando con la cabeza.

Gabriel sonrió. En ese momento le vibró la mano izquierda: Gorky había contestado a su mensaje.

El Guardián de Tierra MuertaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora