11. La familia que no era

12 3 0
                                    

Volvía camino a casa zigzagueando, puede que por aburrimiento, por darse tiempo para pensar o, simplemente, retrasando el momento de tener que entrar por aquella puerta. Pero no le quedaba más remedio, también estaba Estela y ella no tenía culpa de nada.

Cuando llegó a su calle, la calle Lemnos, se paró en seco en el cruce con la calle Grecia, la larga calle donde vivía Gabriel y por donde venía andando él. En el otro extremo lindaba con la calle Tesalia. Ya estaba cerca. Atisbó su casa entre una larga hilera de construcciones iguales que solo se diferenciaban por el color. La suya era totalmente blanca, o casi, porque hacía años que le hubiera hecho falta una mano de pintura.

Y continuó acercándose a su destino.

Ya estaba delante del umbral de la puerta de entrada. Sacó la llave en forma de tarjeta del bolsillo con desgana, suspiró, balanceó la cabeza con resignación dándose ánimos y la metió en la cerradura para luego girar el pomo. No le importaba tener que usar llaves cuando, de hecho, le encantaba. El resto de la gente solo tenía que pulsar con los cinco dedos sus seguras e-puertas para que, una vez reconocidas sus huellas y después de un blup y una vibración como cuando tiras una piedra a un estanque, desapareciera la puerta de entrada de sus hogares. Pero así le gustaban a Jules las cerraduras, las de verdad, las que no se podían manipular con campos magnéticos o lo que demonios fuera aquello que activaba aquellas membranas trasparentes de energía. Su puerta era real, auténtica, se abría y cerraba desplazándose hacia un lateral ¡y también era transparente aunque fuera a la antigua, de cristal blindado, demonios!

No había nadie o, por lo menos, no se escuchaban ruidos humanos. Cerró la puerta tras de sí y apoyó la espalda sobre ella. Cerró los ojos y oyó el goteo continuo del grifo de la cocina y cómo una ligera brisa se colaba por la ventana del salón. Casi de puntillas inspeccionó la cocina y el salón buscando algo o alguien, que no encontró. Luego subió las escaleras camino de los dormitorios. Estela estaba en su habitación dibujando y canturreando despacito, con su voz dulce de niña pequeña. Seguramente sería la canción de sus dibujos animados preferidos. Luego fue a la habitación de mamá y allí estaba, tumbada boca abajo y vestida. Con la ropa sucia, el pelo alborotado, los pies sobre la almohada y un brazo colgando a un lado de la cama. El niño se asomó y vio que tenía la cara hinchada y el ojo, que le quedaba al descubierto por el pelo, inflamado. Así se la dejó la noche anterior antes de ir a dormir. Así se la encontraba. Ni siquiera había cambiado la postura.

Estela había comido un bocadillo de pan de molde con mermelada y su refresco favorito para almorzar, o, por lo menos, eso se adivinaba de los restos que había dejado en la bandeja. Le hubiera gustado que su hermana comiera en el colegio y así se alimentara mejor pero la economía doméstica no daba para tanto. Él tenía la suerte de tener comedor gracias a una beca que, curiosamente, daba la fundación del padre de Gabriel.

Con ese pensamiento en la cabeza, Jules dejó la mochila en su habitación y sacó de ella una bolsa de papel trasparente que se oscurecía con la luz para no permitir que dañara lo que llevara en el interior. Era una e-bolsa para alimentos y guardaba como un tesoro una manzana y un plátano que no se había comido para traérselos a su hermana. Peló la manzana y mondó el plátano. Hizo rodajitas la manzana y las apoyó una encima de la otra formando una escalera que se enroscaba sobre sí misma. Partió el plátano en dos y los apoyó boca abajo a los laterales de su escalera frutal, como si de dos colmillos de elefante se trataran. De esta guisa le llevó la fruta a su hermana. Subió las escaleras el chef equilibrista y entró en la habitación de la pequeña.

—¡Hala! ¿Qué es eso? —preguntó Estela entusiasmada mientras enarcaba las dos cejas que hacían su cara más redondita y graciosa, como la de una muñequita de los dibujos animados japoneses que tanto le gustaban.

El Guardián de Tierra MuertaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora