7. Un mundo: Cave Canis

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Allí estaba él, delante del rótulo de membrana de luminoplasma arqueado que parecía un montón de luces de neón flotando en el aire y cambiando de color. Cave Canis, rezaba en el letrero que flanqueaba aquel cielo de las puertas del infierno.

Era un instituto especializado en adolescentes conflictivos tanto como en altas capacidades. Estaba constituido por un inmenso edificio de piedra de solo dos plantas, abuhardillado en su gigantesca nave central que culminaba en una gran cúpula de cristal deslizante, justo sobre el gimnasio nuevo. Las aulas, la sala de idiomas, de música o experimentos se repartían por la planta baja mientras que la planta alta se había destinado a despachos o salas de reuniones. Tanto la biblioteca como el comedor, el servicio de salud o la sala de cine, que hacía las veces de auditorio, estaban en estancias independientes, anexas a la planta baja.

La biblioteca había sido el legado del fundador del Cave Canis, al que llamaban Blas de Lezo porque era tuerto, manco y cojo. Era un pequeño edificio anexo también de piedra que fue construido en honor a una de las maravillas del mundo destruida en la Gran Guerra, el Taj Majal. A pesar de su tamaño, escondía mil y una salas de lectura donde no existía ni una sola silla; todo era moqueta, alfombras y espectaculares cojines. Su fundador concibió la biblioteca como una gran estancia donde compartir lecturas de forma individual, y la tradición se había mantenido intacta a lo largo de los años. Blas de Lezo fue oficial en la Gran Guerra Mundial y su nombre real era Cassy Louve. El padre de Hugo, Víctor Ros, mostraba un tremendo respeto por el personaje, con el que luchó su bisabuelo, tatarabuelo del grandullón y del que había oído historias espectaculares. La Gran Guerra dividió el mundo en dos: el Mundo Libre y el Mundo Seguro. El Mundo Seguro era una coalición de países que antiguamente se habían mostrado partidarios del uso doméstico de las armas de fuego, la pena de muerte o la división de la población por categorías o sexos, todo muy compartimentado y separado para su mejor control. El Mundo Libre no ofrecía fronteras dentro de sus fronteras y estaba compuesto por aquellos países que defendieron la libertad de pensamiento, la ecología y el valor, concepto mediante el cual solo las cosas útiles tenían valor, no las bonitas. Pequeñas Dunas, paradójicamente, en ese sentido estaba dividido en dos. Torre Atalaya, donde por ejemplo los alteradores del organismo, tanto estimulantes como relajantes, eran todos legales; y Laluz, donde absolutamente todo estaba regulado, vigilado y sancionado. Así que Pequeñas Dunas era una especie de paraíso donde convivían todas las opiniones y legislaciones, y todos en Pequeñas Dunas estaban convencidos de que si la madre de Gabriel hubiera nacido un par de generaciones o tres antes se hubiera evitado la Gran Guerra.

Para aquel lugar, el instituto era un emblema de lo que representaban, una especie de sello de identidad de la convivencia pacífica. Los alumnos de toda Pequeñas Dunas en edad adolescente acababan dando con sus neuronas en Cave Canis, que tenía capacidad para 5.000 alumnos. Y el día a día era bastante tranquilo a pesar de la ingente cantidad de alumnos y profesores -de media uno por cada veinticinco alumnos- que se daban cita académica allí.

Pero lo que más éxito tenía eran sus dos pabellones de deporte. El Cave Canis era la envidia del país desde el punto de vista de la competición deportiva. El más nuevo y mejor preparado tenía capacidad para albergar a 25.000 espectadores, en numerosas ocasiones las finales de algunos campeonatos nacionales llenaban las gradas. Con una pista central convertible de doble zona que, al separarse, dejaba ver una piscina olímpica climatizada debajo, aquel polideportivo no solo era la delicia del instituto, sino de toda Pequeñas Dunas. A su lado, el pabellón de deportes antiguo se parecía más a un granero que a un recinto para practicar algún deporte: no era más que un armazón cuadrado prefabricado y antiquísimo con capacidad para 800 personas, con suelos y asientos de plástico y goma, y armazón de metal oxidado.

Y, la joya de la corona, rodeando el instituto por detrás del pabellón de deportes antiguo y a los laterales del mismo, el parque más grande y con más especies distintas que jamás se había construido: el Parque Olimpus, la ampliación de un bosque natural de 620 hectáreas de Torre Atalaya, provincia de Pequeñas Dunas, al que se añadieron otras 80 hectáreas de jardín semisalvaje de Laluz gracias a una generosa donación de Michelle. Todo hubiera quedado en una anécdota de récord Guiness si no hubiera sido porque se consiguió, por primera vez en la historia, que pudieran convivir en un mismo lugar casi toda la representación de la flora conocida hasta el momento. Los botánicos no encontraban explicación a tan inaudita hazaña, aunque eran conscientes de que era muy probable que fuera debido a cualquier patente desarrollada por la premio Nobel.

El Parque Olimpus acogía un precioso bosque que mezclaba inexplicablemente árboles y plantas endogámicos de lugares muy diversos, desde coníferas a álamos negros, sauces llorones hasta, incluso, un joven pero gigantesco baobab de corteza negra de más de 800 años, y otro de corteza roja que ya rondaba 2.000. Las secuoyas gozaban de la misma admiración que los baobabs, por su espectacular tamaño y su aspecto ancestral. Pero, sin duda, la joya de la corona estaba compuesta por el Triunvirato, tres árboles sagrados tan viejos como los cimientos de la Historia. La reminiscencia de la Edad de Cobre en los troncos retorcidos de Inmortal, un precioso olivo que aún ofrecía aceitunas; Druida, un ajado ciprés que había sobrevivido a huracanas y terremotos, incluso guerras; y la corpulencia enredada en sí misma de Amadeus, un pino que casi siempre estaba cubierto de nieve. Entre todos rondaban los 18.000 años de edad y, a pesar de no tener nada en común excepto la longevidad, habían desarrollado la habilidad de sobrevivir en la zona rocosa y helada de Olimpus, Amadeus y Druida en los picos más altos del bosque, mientras que Inmortal en un pequeño montículo de la ladera de Sanïzaro, el precioso río de aguas calmas de Pequeñas Dunas.

A lo que el inabarcable jardín aportada multitud de tipos de flores, desde orquídeas blancas y violáceas rodeando estanques repletos de nenúfares y calas moradas, o bromelias rojizas de la misma textura que el tallo de su planta, pasifloras con pétalos con hilos morados, blancos y lilas con estambres que parecían pequeñas trompetas, narcisos anaranjados, adelfas rosáceas, dedaleras púrpuras como pequeñas campanas moteadas o acónitos de un intensísimo azul, hasta simples naranjos y cerezos que ofrecían un espectacular aspecto nevado al jardín cuando estaban en flor.

En la zona ponzoñosa del bosque, limítrofe casi con el jardín donde convergían Torre Atalaya y Laluz, flores gigantestas y apestosas delimitaban lo conocido de lo desconocido, al amparo de árboles de copas densas y helechos gigantes. Las rafflesias, enormes flores carnosas rojizas de más de un metro de diámetro, competían en hedor con la dragoneta, el amorphophallus color vino tinto y morado y las hydnoras, esas flores de textura de coco y color carne por fuera, rojiza por dentro y fulminante olor a podrido.

Sin duda, el Parque Olimpus era un fenómeno extraño de convivencia en paz de la flora más diversa que existía sobre la faz de la tierra, un pequeño arca de Noe del mundo vegetal. Una proyección del modo de vida de Pequeñas Dunas, o así querían verlo sus habitantes.

El Guardián de Tierra MuertaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora