10. El niño que pudo ser

11 3 0
                                    

Ya habían terminado la jornada escolar. «Ya hablamos en otro momento, tengo cosas más importantes que hacer» fue el mensaje que Gorky le envió por toda respuesta a su invitación de cumpleaños. No supo cómo interpretarlo, ni siquiera si iba en serio. Aunque su mejor amigo había pasado una etapa complicada por la muerte de su padre, justo antes de irse a estudiar fuera, en la que incluso se llegaron a distanciar, el mensaje era impropio de él. Ese no era el Gorky que solía dormir con él en una tienda de campaña en la mitad de su jardín, ni aquel que le defendía en primaria ante cualquiera que osara llamarle Nobelito, ni aquel chiquillo que había hecho cola durante más de tres horas para poder regalarle en su cumpleaños entradas para la final mundial de motoball. Así que, como no podía pensar, corrió.

Gabriel apareció totalmente atómico en la entrada de su casa. Despeinado, con la ropa descompuesta y con la mochila semidescolgada como si se empeñara en perseguir a su dueño sin mucho éxito. Había sonado el timbre de finalizar la última clase y su cuerpo había huido despavorido sin darle tiempo a reaccionar a su mente. Tenía que salir de allí.

Una vez en casa, el muchacho se sentó en el balancín de la terraza y pudo descansar. Entonces fue cuando cuerpo y mente se pusieron de acuerdo para ir a la misma velocidad y, una vez más, recordando lo sucedido, deseó que un inmenso agujero se abriera bajo sus pies y se lo tragara sin dejar rastro alguno de su existencia. Todavía estaba lejos de estar relajado.

«¡Qué horror, qué horror!», pensaba en el mote. Su primer día de instituto no había sido precisamente una bienvenida al nuevo mundo estudiantil, no había sido en absoluto un día para recordar. Seguro que su madre sabría inventar algo para borrar días del calendario personal. Nunca se le hubiera ocurrido, ni por un momento, que su mote del colegio le perseguiría hasta el Centro de Estudios para Adolescentes..."Nobelito, Nobelito". Odiaba que lo llamaran así. Él, que tan poco tenía que ver con su madre, ¡si ni siquiera parecían familia! Su nerviosismo se estaba convirtiendo en indignación cuando, de repente...

—Disculpa, ¿Gabriel? —le preguntó un niño desgarbado, con unas peculiares gafas que flotaban sin montura dándole una aire misterioso a sus extraños ojos azules.

—¿Quién eres? ¿Qué quieres? ¿Qué haces aquí? ¿Por qué sabes mi nombre? —disparó en vez de preguntar.

—Tranquilo, hombre. Soy un compañero de clase. ¿No te acuerdas? En aplicación matemática, el que ha resuelto la ecuación en la e-pizarra.

La respuesta de Gabriel fue una cara de desconcierto subrayada por el más mudo de los silencios. De nuevo, cuerpo y mente se dispusieron a andurrear mundo cada uno a su bola. No entendía nada, el corazón le latía tan acelerado que no le daba tiempo a reaccionar al cerebro.

—¿Qué...?

—¿Te encuentras bien? Tienes mala cara. Solo he venido a devolverte el e-ultranote, te lo has dejado en clase con los apuntes de hoy. Al conectarlo ha saltado el modo seguridad con nombre y tu dirección y he venido a devolvértelo. Por cierto, me llamo Jules.

—Ah, bien, gracias —y Gabriel se relajó.

Al extender el brazo para devolverle el artefacto de los deberes se deslizó una pequeña hoja de papel al suelo que, al parecer, estaba escondida en la funda del e-ultranote.

Gabriel, que por un momento pensó que había conseguido controlar los latidos de su corazón, notó cómo aquel loco día volvía a ponerlo atómico. Dio un respingo y saltó sobre la nota. Pero ya era tarde, el brazo delgaducho y kilométrico de Jules, más largo que la eternidad, la había recogido del suelo con una extraña mano llena de pinzas, alicates y destornilladores. O eso le parecían los largos dedos de aquel chico.

—¡Caray! Es una antigüedad, un manuscrito, ¡menuda reliquia! ¿Es tuyo? ¿Cómo lo has conseguido? —preguntó más que sorprendido el muchacho de largo pelo oscuro.

Nobelito le quitó la nota, se la guardó y se metió en casa olvidándose de los buenos modales. Desapareció de la vista de su compañero sin tan siquiera despedirse.

—¿Desayunas vinagre o qué? —le gritó Jules, que batió su ánimo en retirada, en dirección a su casa, preguntándose qué bicho le había picado.

Lo que le hacía falta, vamos, encima que le perseguía el mote de las narices, ahora solo le restaba que todos se enteraran de que sabía latín y griego y, para colmo, escribir a mano... ¡Si hacía más de cien años que nadie lo hacía! No solo sería un hazmerreír pasajero, sería el rarito para siempre. Y eso sí que no.

«La energía ni se crea ni se destruye, solo se transforma. Utilízala a favor tuyo, si no se volverá en tu contra. Nunca luches contra ella», oyó de nuevo una voz, idéntica a la del sueño y a la del desayuno. Gabriel intentó encontrar su origen sin éxito como un gato persigue el haz de luz de un puntero láser.

Suspiró, negó con la cabeza y se quedó pensativo. Resopló... Acto seguido se fue a mirar el buzón de su casa, como de costumbre, y entonces la vio: una carta con su nombre escrito también a mano.

El Guardián de Tierra MuertaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora