Continuaba la mañana en el CEA, con electricidad en el ambiente, ya casi acostumbrados. Algunos iban a clase con gorra para que no se le quedara el pelo tieso.
Ese año se estrenaba una nueva asignatura, para los que comenzaban el instituto, que abarcaba varias disciplinas. La asignatura no tenía un nombre atrayente, más bien clásico y aburrido: Lectura. No se sabía muy bien a qué alma cándida docente se le había ocurrido rescatar la literatura, el arte, la historia, el latín y el griego, al que le habían añadido psicología y didáctica para hacer un refritillo sin pies ni cabeza. Olía a alcanfor y a baúl de vieja a legua. La cuestión es que la profesora tardó en incorporarse unos días por no haber sido asignada su docencia. Y todos felices como zambombas en la Gloria.
Hasta que llegó ella.
—Hola. Me llamo Juana Bol y a partir de hoy soy vuestra profesora de Lectura. Espero de vosotros un comportamiento adecuado y un rendimiento óptimo. La asignatura...
—¿No nos va a preguntar a nosotros? —Ana soltó las palabras como si un gato rasgara una cortina afilándose las uñas.
—¿Perdón? —la profesora se indignó por la interrupción mientras caía de un guindo.
—La perdono —respondió Ana en su tónica irónico-mordaz; Zeus no tenía tanto aplomo perdonando la vida a sus dioses siervos.
—Pero ¿cómo...? —Bol no atinaba a preguntar. Era como si pensamiento y palabras estuvieran en desacuerdo y a la hora del consenso se hicieran la zancadilla mutuamente.
—Me refiero a que si no va a preguntar qué esperamos nosotros, los alumnos, de usted —sentenció Ana, esa adolescente vestida de negro con cara de verdugo, pelo de colores, mente perversa y lengua viperina, le pareció a Juana.
Aquella mujer, delgada y rígida como un junco anoréxico de mármol, bajó la mirada de sus ojos saltones a la mesa docente para localizar la ficha iluminada de la rebelde entre las fotos de los 28 alumnos, que se encontraban todos ordenaditos por apellido en la mesa-pantalla de la profesora.
Todos la miraron hacer mientras reparaban en su piel cetrina, sin elasticidad, de ese color verdoso amarillento de las plantas que hacían la fotosíntesis con luz artificial de mala calidad.
—¡Lo tengo! —interrumpió Hugo, sin gritar las palabras, con su grave voz que no pudo pasar desapercibida por el entusiasmo con el que las pronunció—. Disculpe —corrigió su ímpetu enseguida carraspeando—, es que acabo de pillar un chiste y...
El estruendo de casi una treintena de risotadas acabó por colmar el vaso que ya traía lleno de casa la profesora.
—Bueno, esto es inconcebible —se quejó indignada y desafiante, haciendo rebotar la piel del cuello que se amontonaba pliegue a pliegue sobre sus clavículas.
—¡Lo tengo! —gritó Ana, con sus grande ojos desafiantes, estirando la situación al límite.
Y detrás de la profesora, en una de las proyecciones de la e-pizarra, apareció una flecha a la izquierda, luego se iluminó una a la derecha y en una tercera proyección se encendió otra saeta que apuntaban a la cabeza de Juana desde arriba. Entonces, y solo entonces, apareció un texto que provocó que la carcajada general se entendiera en el tiempo: «La Sapo», mote que desapareció tan pronto como se parpadea.
Ante tal descontrol y sin ser consciente de qué estaba ocurriendo, Juana apagó los teclados de todos los ordenadores desde su mesa, apagó la e-pizarra y salió del aula sin perder un ápice de su rigidez; llevaba la columna tan tiesa que parecía planchada con mucha paciencia y más almidón.
Unos minutos más tarde estaba de vuelta y traía la tarjeta de seguridad que le autorizaba a activar la membrana de contención. Un artilugio que permitía a los profesores meter en cintura a los alumnos cuando se engorilaban en clase. El escudo de contención funcionaba mediante una onda de energía, que los inmovilizaba hasta que entraban en razón y se les pasaba el avenate hormonal histérico de turno que les alterara el sentido del orden.
Cual no fue la sorpresa de la profesora al quedar inmóvil cuando incrustó la tarjeta en forma de círculo en la base donde debía hacer funcionar la membrana. Alguien debió invertir el efecto y, al intentar ejecutar el comando, el campo de fuerza específico se concentró en la persona que intentó activarlo. Juana, allí paralizada, tenía todas las capacidades mentales operativas y su conciencia tuvo que aguantar el más bochornoso de los espectáculos dentro del cuerpo que no le obedecía.
Desde luego, la profesora de Lectura no había entrado con buen pie en aquel grupo A de primer curso del Instituto Cave Canis, que hasta ese año se había llamado San Jorge.
—Ana es la releche, ¿no crees, Hugo? —le pregunto Toni.
—Sí, sí, pero algunas veces tiene más peligro que darle laxantes a las palomas, que dice mi padre —contestó por lo bajini intentando que sus palabras no parecieran que se pronunciaban en mayúsculas por el tono de su voz.
—Es más chula que un ocho tumbado —añadió Toni.
—Sí que lo es —afirmó Jules hipnotizado por el color brujo de su pelo.
—¿Qué es un ocho tumbado? —preguntó Hugo, en vez de asentir.
Jules y Toni se miraron. No se hablaban más allá del instituto, quizás porque se acababan de conocer formalmente aunque sí se conocían de vista.
—Un ocho tumbado es infinito. Erguido es un simple número, tumbado es el más grande —aclaró Jules.
—Claro, ahora lo entiendo —admitió espontáneamente Toni, embutido en una camiseta marrón de cuello ondulado con un enorme tribal bordado en la espalda, que había usado esa expresión siempre sin comprender su significado.
—Ah, vale —y Hugo se quedó un momento mirando a un punto indeterminado antes de seguir con lo que estaba, canturreando y moviendo los dedos como si tecleara.
Durante unos segundos, un extraño zumbido interrumpió la clase y se apagaron todas las luces del CEA. La mayoría de los ciudadanos de Torre Atalaya pensaba que alguien estaba instalando una central eléctrica ilegal cerca del Cave Canis.
Un murmullo danzaba por todo el centro educativo, la oscuridad era caldo de cultivo de alcahuetas. Aunque entre esos rumores que parecían zumbidos de abejas no se podía percibir bien otro tipo de ruido, extraño, como si un soplo de aire bailara al son de campanillas.
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El Guardián de Tierra Muerta
Teen Fiction¿Cómo sería tu vida si tu madre fuera Premio Nobel porque ha descubierto cómo manipular la energía de todas las cosas? Hijo de una multimillonaria, despistadísima y poco accesible madre. Pero, además, el Guardián de Tierra Muerta, Furia Oscura, y su...