A lo largo de los siglos, la historia ha sido ambigua con los dragones. Como bien es sabido, los dragones dejaron de convivir con los humanos porque como escapaban al entendimiento de las personas, los temían. Y el temor y la ignorancia son malas consejeras del entendimiento, porque nublan el corazón. Así, los humanos se dedicaron a cazarlos hasta casi extinguirlos y ellos, los dragones, a defenderse hasta que fueron maldecidos. Entonces, en la Edad Media, ya casi extintos, los poquísimos dragones que quedaron decidieron exiliarse en Imperio. Con los años, aquellos que conocieron su existencia desaparecieron y, con ellos, su secreto. Así se perdió el rastro de su historia y surgió el mito.
Cuenta la leyenda que los dragones eran ávidos lectores y que su alma acompañaba a quienes nutrían su espíritu con libros. Y que las amarantis, mezcla de magas y hechiceras, entregadas al estudio de sus enseñanzas, eran sus guardianas y protectoras. Las mejores bibliotecas en la historia del mundo no pertenecieron en su origen a los humanos, fueron el precio que los dragones tuvieron que pagar para desaparecer. La biblioteca de Alejandría, la del Trinity College de Dublín, el Diamante Negro de Copenhague, la de la Basílica de San Francisco en Lima, la Nacional de Praga o la Tianjin en China... El precio del silencio que, al igual que los dragones, no tenía edad.
Los dragones nacían de huevos petrificados que eclosionaban al calor de la lava de volcán. Eran tan pequeños al nacer que un niño podría esconderlos en la palma de su mano, lo que les aseguraba ser confundidos con inofensivas lagartijas. Crecían hasta adquirir tamaño adulto, según la raza, y alcanzaban la madurez al conectar con su amaranti, a la que quedaban vinculados para siempre, mediante sello de fuego, un vínculo sagrado. Ambos eran inmortales y de la inmortalidad exprimían al máximo lo mejor: la enseñanza que solo la experiencia y siglos de lecturas podían aportarles.
En la Edad Media, las amarantis eran llamadas brujas y fueron tan perseguidas como los dragones. La ignorancia y el temor de los humanos se convirtieron en maldad y algunas fueron quemadas en hogueras como bien es sabido. El fuego no hacía más que incrementar su poder hasta convertirse en pura energía pero, lamentablemente, no todas las amarantis sentenciadas a morir en la hoguera eran realmente lo que los humanos consideraban brujas. De hecho, la mayoría eran mujeres normales caídas en desgracia, fruto de la envidia que siempre ha definido la mezcla de mediocridad, necedad y crueldad del ser humano. Otro mal acechaba a las amarantis, las logias, que desde sus orígenes fueron constituidas exclusivamente por hombres y el machismo imperaba en sus inicios. Combatieron y destruyeron a las amarantis, mediante todo tipo de técnicas de acoso y derribo.
Era lógico que el número de amarantis fuera tan reducido como lo era el número de dragones. En realidad, solo quedaron nueve. Y, todas ellas, se aparecen de vez en cuando en las nueve bibliotecas más importantes del mundo. Al fin y al cabo, también son sus bibliotecas.
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El Guardián de Tierra Muerta
Teen Fiction¿Cómo sería tu vida si tu madre fuera Premio Nobel porque ha descubierto cómo manipular la energía de todas las cosas? Hijo de una multimillonaria, despistadísima y poco accesible madre. Pero, además, el Guardián de Tierra Muerta, Furia Oscura, y su...