6. El Jardín de los Sueños, el Portal de las Sombras

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Orbium había nacido de las cenizas de El Olimpo, pero no como un ave fénix, sino como los vencedores intentan hacer olvidar a los derrotados: erigiendo sus vidas sobre las ruinas de los vencidos. Sin embargo, un resquicio del mundo de los dioses aún sobrevivía dentro del propio Orbium, una especie de paraíso dentro del propio paraíso que representaba aquel mundo de deuris. El paisaje bucólico de aquel majestuoso jardín era de ensueño. Por algo se conocía como el Jardín de los Sueños. El suelo era una tupida alfombra de hierba verde esmeralda y flores, cascadas de aguas cristalinas armonizaban con el canto de los pájaros. Un velador de madera servía de sala de reuniones para las musas. Cortinajes de vaporosas sedas blancas resguardaban del sol primaveral las siestas de las nueve mujeres más deseadas de toda la Historia. Pero esas mujeres eran supervivientes, habían sobrevivido al exterminio de los dioses, por lo que madre Natura las había distinguido con el poder de un animal, su totem.

Calíope, una preciosa mujer de cabellos púrpura entretejidos con hebras de oro sostenía un estilete de plata y unas tablas de escritura en madera de boj. Vestida al más puro estilo griego, con una túnica liviana como la brisa, grecas bordadas ciñendo por debajo del pecho, un hombro descubierto y el tatuaje de un trisquel, parecido a un tribal, por detrás del cuello. La musa de bella voz, era capaz de desintegrar la materia con ondas de sonido y su tótem era el Fénix.

Clío era considerada la más objetiva. Siempre acompañada de su loba gris, se encargaba de reflejar el hilo de la Historia bordando un interminable pañuelo con hilo de plata. Su lugar en el Jardín de los Sueños era una cabaña repleta de pergaminos y rollos atiborrados de datos, anécdotas y narraciones fieles a la realidad. Lucía un vestido de algodón natural con bordados de reliquias misteriosas en la parte de abajo, que ocultaban unas preciosas piernas capaces de convertirse en patas de elefante o profundas raíces de árbol. Las enredaderas y las rosas silvestres inundaban la entrada a la cabaña, curiosamente, todas de color blanco. Su larga melena caoba se ondulaba en un recogido plagado de jazmines y en el reverso de su muñeca derecha se podía observar un trisquel de hojas blancas.

Sin embargo, si existía una musa sabia, esa era Urania. Con grandes dotes astronómicas, un pequeño trisquel con puntitos adornaba su frente. Su quitón era morado y arrastraba tras de sí una cola ribeteada en oro. Con mentalidad matemática, era lúcida hasta en los momentos de estrés, exhibiendo una gran capacidad para trabajar bajo presión de manera óptima. Nunca una cabellera negra había brillado más, gracias al polvo de estrellas que generaba su cabello por la noche, por lo que tenía la capacidad de iluminar hasta los secretos más oscuros. Su animal era el dragón.

Cerca del estanque de nenúfares y calas estaba la hamaca de Erato, siempre enamorando a los pájaros con su lira, con su inconfundible vestido rojo y su corpiño en forma de corazón con ribetes de flores multicolor. Sus ojos extrañamente negros, como noches sin luna, brillaban mientras  entonaba las más hermosas melodías. Y contrastaban con su singular melena blanca como la nieve y bucles casi perfectos que se derramaban sobre su espalda y los hombros, rebotando a cada paso. Un trisquel en la nuca era imposible de percibir por su densa melena. Un enjambre de abejas la seguían como a la reina que era.

Sin duda, la más ágil era Terpsícore, siempre bailando mientras canturreaba o danzando las canciones de las otras musas. Su habilidad para andar de puntillas desquiciaba a sus hermanas, que nunca la escuchaban venir, así que decidieron regalarle una guirnalda de pequeños cascabeles de oro. Recogía su esponjosa cabellera castaña en una larga trenza informal de la que pendían los cascabeles y, en ocasiones, se escabullía para nadar con las sirenas. Un quitón de lino de color borgoña, adornado de alebrijes multicolores dejaba entrever en su tobillo izquierdo un pequeño trisquel de plumas. Un alebrije con cabeza delfín, cuerpo de guepardo y alas de halcón le otorgaban la perfección desplazándose por aire, tierra y agua.

A Talía le encantaba gastar bromas, se hacía pasar por diferentes personajes y abundaban sus visitas a los humanos. Su lugar en el mundo era sin duda Cádiz, en España, donde alguna vez se había embriagado de manzanilla, algo que jamás reconocería. Una vez al año, podría ser ella misma entre la multitud, y pasar desapercibida, manifestando su ingenio mediante un sentido del humor fuera de lo común. Con el cabello degradado en varios tonos de verde, sus grandes ojos grises destacaban en su rostro tanto que el triskel que lucía en el labio superior pasaba inadvertido. Un enorme panda la acompañaba en sus locuras.

Contrastaba tremendamente con la condición sería de su hermana Polimnia. Una belleza clásica rubia, de piel clara y ojos azules, que constantemente filosofeaba sobre la vida. Siempre vestía un quitón verde de gasa con grecas y meandros plateados bordados en la cintura y el bajo de su quitón. Le encantaba comer dulces, algo que ocultaba a sus hermanas, por lo que salía a hurtadillas a cambiar inspiración por delicias terrenales como la que trafica ilegalmente.

Polimnia, con quien realmente chocaba era con su hermana Melpómene, musa pesimista y trágica que siempre veía el estanque medio vacío ya fuera de agua, de peces o de nenúfares. Ocultaba su cuerpo tras un quitón que le quedaba grande, siempre tenía algún complejo, y recogía el pelo en una cola descuidada que le daba aire de bohemia. Su ombligo tenía forma de triskel y jamás se lo había enseñado a nadie. Era la única musa que había desarrollado alas, y su totem era una nube de mosquitos

Euterpe era la oveja rosa del rebaño. Forofa del cine, se escapaba para los estrenos y era inspiradora de más de una banda sonora. Si antaño se conocía a esta musa por tocar la flauta, después del Necroguedón, el final del Olimpo, se había decantado por el piano y el violín. De pelo color rosa candy y pupilas del mismo tono, el color de su abundante cabello se alocaba en las puntas: Lucía su triskel como lenguas de fuego estaba situado en la palma de la mano derecha. Vestía con brocados, encajes y chantilly, siempre de blanco, como su armiño.

Euterpe quedaba con Talía a escondidas y se escapaban para entremezclarse con los humanos, a quienes adoraban, quizás por la certeza de que quien te necesita no te hace daño, quizás porque las que sentían adoradas eran ellas. Ambas musas estaban tan unidas que mantenían secretos a sus hermanas. Euterpe se dejaba llevar por las travesuras de Talía, la que más gustaba a la pianista era poseer cuerpos humanos, por regla general, hombres. Alguna vez había ocurrido que un compositor entraba en trance dando un concierto, como también que alguna chirigota arrasara en los Carnavales de Cádiz, cuna de la primera constitución española. No era difícil verlas disfrazadas de elfas, de Steampunk o de súper heroínas y, como la miel atrae a los osos, en conciertos. 

Nigromortum era el polo opuesto. En un lugar eternamente nocturno, donde la luz de la luna solo irradiaba para convocar a algún espectro, todo era humedad y podredumbre con un olor insoportable. Los vúgumol vivían en oquedades de las paredes rocosas, como pequeñas cuevas, ya que no se soportaban unos a otros y, aunque rendían pleitesía al rey de turno, nunca duraban demasiado. Jamás se supo qué número de vúgumols existía puesto que parecían multiplicarse y eran indistinguibles. Algunos pensaban que cada pecado capital tenía el suyo propio como rey, pero nadie supo jamás cuáles eran los pecados capitales originales prohibidos por Natura. Lo que todos tenían claro es que Nigromortum era el abismo donde la vida sucumbe a la maldad. A pesar de ser pozo indeseable, algunos de ellos servían en Orbium, como el vúgumol de la Venganza o el de la Envidia.

Los deuris decían de Nigromortum no sin razón que era el resquicio del Tártaro olímpico, el infierno del infierno, donde solo tenían cabida los seres capaces de las atrocidades más monstruosas. Y, aún así, los deuris requerían de los servicios de aquellas criaturas espectrales, cúmulo de sentimientos negativos que acechaban cualquier ser que estuviera vivo.

Los vúgumols, en esencia, se nutrían de sentimientos dañinos y, a pesar de su consistencia casi gaseosa, como humo que constantemente dibujaba la fórmula de su maldad con símbolos ancestrales, eran capaces de solidificar sus extremos en forma de garra o guadaña. Eran sombras que perdían su consistencia fuera de Nigromortum, mientras más cerca de luz, de sentimientos positivos o de cualquier circunstancia asociada a la belleza o al amor, más débiles se volvían y más rápido se desintegraban.

El Guardián de Tierra MuertaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora