17. La invitación de la Luna

9 2 0
                                    

El séptimo día de clase, se tropezaron con Gabriel colgando del e-Clean. Todos en el CEA andaban en el interior del edificio principal para evitar aquel extraño efecto del viento que electrificaba el pelo. Solo en el jardín botánico, situado a las espaldas del CEA, parecía no ser tan sensible a esa electricidad en el ambiente.

Gabriel iba sujeto por la cintura del pantalón, que ya le llegaba casi a las axilas, y el aparato volaba a un metro del suelo escorado por el peso del chico.

Hugo consiguió soltarlo sin demasiado esfuerzo mientras su amigo agarraba el artefacto volador.

—Gracias —y casi no le salía el aliento de haber estado colgado en una postura que le dificultaba la respiración.

—No hay de qué —contestó Jules mientras se recolocaba las gafas.

—¿Estás bien? —se interesó Hugo.

—Sí. Ya se aburrirán de hacerme novatadas ⎯dijo resignado Gabriel.

—A tu ángel de la Guarda lo tienes que tener estresado perdido... —se compadeció Hugo.

—Desde que se han enterado de que tu madre es la gran Michelle Luna estás de moda ¿eh? —bromeó Jules para quitarle hierro al asunto.

—Bueno, sí, supongo. Ya pasará. Espero... —y suspiró.

—La parte buena es que ya no se meten con los demás —continuó la conversación el delgaducho y fibroso, —acaparas toda la atención ⎯añadió Jules inocentemente.

—Conmigo no se metían —aclaró Hugo.

Jules y Gabriel se miraron y sonrieron.

—Meterse contigo es como intentar darle una patada a la luna llena, Hugo —suspiró Jules mientras recolocaba un mechón detrás de la oreja—, estás fuera del alcance de todos. Incluso de la mayoría de los profesores por la pasta que tiene tu madre.

«La luna llena», pensó Gabriel. Y por asociación de ideas se acordó de que la noche siguiente sería luna llena y de que, en agradecimiento, podría invitar a sus nuevos amigos a dormir en casa. Tenía un telescopio Argos 8000 en la terraza de su habitación y aún hacía buen tiempo. Al fin y al cabo ya era viernes y al día siguiente su cumpleaños: 13 años solo se cumplen una vez. Además, eran compañeros de clase.

Jules y Hugo aceptaron encantados, ninguno de los dos se prodigaba en amigos y rara vez salían de casa. Jules por su mentalidad ahorradora por falta de recursos y Hugo por falta de con quien compartir los suyos.

—Por favor, que nadie se entere, no quiero que me fastidien también fuera del instituto —suplicó Gabriel con educación.

Ambos asintieron con la cabeza y se metieron en el edificio donde estaba ubicada su clase.

«La energía es parte de la vida. Sé parte de la energía», oyó en su cabeza. Gabriel empezó a pensar que su padre le estaba gastando una broma para su cumpleaños.

Nada más entrar en el aula, todos observaron una anotación que alguien había dejado escrita en dos líneas en la e-pizarra. «Aquí no aprueba ni Dios. Cristo: 4,5».

Era la primera hora en el instituto y el sueño era una manta soporífera que arropaba a todo espécimen estudiante. Y la Pascuala, ese ser extraordinariamente exigente que impartía tanto Química de la naturaleza como Física interpretativa, era como añadir brasas al fuego de la somnolencia. Era pequeña como un gnomo sin gorro y tenía los pies tan grandes que había la misma distancia desde el talón hasta el dedo gordo de su pie que desde el talón hasta la rodilla. Cuando se ponía tacones parecía que iba subida sobre ellos y era tan canija, fibrosa y malhumorada como un látigo tormentoso. Su voz era la de un camionero ronco y cuando hablaba ronroneaba con toda la monotonía de un motor en marcha.

El Guardián de Tierra MuertaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora